Israel, de 12 años de edad, trabajaba en una forrajería. A las 19:10 horas del viernes 21 de marzo, cuando iba al circo en Belem, Otumba, Estado de México, desde una camioneta gris salieron disparos. Uno impactó la cabeza de Israel. Murió en el hospital. El lunes 24, uno de los agresores, un muchacho de 17 años, se entregó a las autoridades. Al preguntarle por qué había disparado respondió: “estábamos aburridos”.
La serie ancla en el mundo digital juvenil como explicación de la tragedia. Asunto común. La instantaneidad digital cada vez borra más la frontera con el mundo físico; el envolvimiento en usos y contenidos del móvil, hace que los jóvenes experimenten la libertad de difundir lo que quieran sin regaño o límite, pero siendo esclavos para no despegarse del mensaje inmediato. Genera una confusión de fortaleza, de seguridad de decir lo que uno piensa atrás de la pantalla pero que se desvanece en el contacto físico, al pisar tierra, al sentir el viento de la calle donde francamente los jóvenes viven vulnerables.
Valentina Gilabert, la influencer de 18 años, acuchillada en febrero en un departamento del sur de la CDMX por Marianne, otra influencer de 17 años, contó su tragedia a Danielle Dithurbide en Televisa. Quince heridas en todo el cuerpo, cinco días en coma, pulmones perforados. Violencia alimentada desde las redes.
“Este tipo de cosas son la prueba de que la mayoría de cosas que vemos (en las redes) es una mentira. Todos aparentamos tener una vida increíble, y estar bien, que estamos felices y no es cierto”. Y de su generación expresó: “Estamos acostumbrados a no tener tantas consecuencias de lo que hacemos y pues eso puede llevar a muchas personas a hacer cosas muy malas”.
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Los móviles son, de alguna forma, prótesis que asumimos como indispensables; extensiones artificiales mediante las cuales resolvemos la mayoría de asuntos que suponemos trascendentes.
Avizoraba Jean Baudrillard hace cuatro décadas que cuando se entrega el cuerpo humano a las prótesis artificiales “se desorganizan sus sistemas defensivos y se rompe la lógica biológica…En un espacio sobreprotegido el cuerpo pierde todas sus defensas”. Y añadía: “al igual que el cuerpo biológico, el sistema social pierde sus defensas simbólicas naturales a medida que avanza la sofisticación tecnológica de sus prótesis”.
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El 3 de julio de 2024, el joven nayarita Abisaí Aguilar Padilla fue reportado como desaparecido. Ocho meses después apareció preso en el penal de Puente Grande. Lo había reclutado el narco.
Jenny, su madre, dice que Abi fue en julio a la Central Camionera de Guadalajara atraído por una oferta de empleo de redes sociales. “Es un niño tranquilo; su único error fue aspirar a un empleo bien pagado y el deseo de poderme dar a mí y a su hermana una vida mejor, pero fue engañado y ahora esas personas que lo secuestraron y lo maltrataron están libres y él en la cárcel”. (Mural. 30/03/25).
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En el mundo virtual, efectivamente, con los móviles -las prótesis- hay desorden. Generan ansiedades o depresiones al no entender las diferencias respecto a la vida después de la pantalla. En el caso de la joven generación, la vida virtual le permite eludir la autoridad real. Los semáforos son desplazados. No hay prevenciones. Quienes juzgan y deciden por los adolescentes son followers o influencers y no sus padres o sus maestros. Y al final, la burbuja digital se pincha con la realidad tangible.
Eso sí, el silencio juvenil tiene una objetivación. Los emojis. La miniaturización de la emoción. Antes que satanizarlo hay que descifrarlo y buscar que esos códigos tengan un diccionario compartido. Se necesitan traductores, no censores.