Los 29 extraditados de ayer a Estados Unidos cruzan toda la historia del narcotráfico en México y la conflictiva relación con la Unión Americana sobre el tema. Desde Rafael Caro Quintero, reclamado por Washington desde hace 40 años por la tortura y asesinato de Enrique Camarena, hasta José Ángel Canobbio Inzunza, el más cercano colaborador de Iván Archivaldo Guzmán, detenido hace apenas unos días, esos 29 personajes son la memoria viva del crimen organizado en el país.
La extradición masiva es inédita y se equipara solamente con la que en enero de 2007 se realizó durante el gobierno de Felipe Calderón, cuando fueron enviados a Estados Unidos 14 narcotraficantes de alto nivel, entre ellos Osiel Cárdenas, Ismael Higuera y Héctor Luis El Güero Palma. Aquella acción fue la que abrió las puertas a que, un par de semanas después, se firmara la Iniciativa Mérida. En este caso, no sólo la extradición es más numerosa, sino también con personajes de, incluso, más alto nivel, y demuestra un grado de aceptación de nuevos mecanismos de cooperación y colaboración del gobierno de Claudia Sheinbaum con la administración Trump como quizá no hemos visto antes, con implicaciones en el ámbito de la seguridad, pero también de la política.
La extradición de Caro Quintero sintetiza todo el simbolismo de esa nueva etapa que se tendría que abrir a partir de hoy. Si durante 40 años los gobiernos de todos los colores que ha tenido nuestro país se negaron a extraditar a Caro Quintero (con el antecedente vergonzoso de su libertad anticipada en 2013 y su posterior reaprehensión tras fuertes presiones del presidente Biden en 2022) fue porque todo el caso Camarena tenía y conserva alto contenido político.
Más allá de que algunas versiones que se manejaron sobre el caso Camarena fueran inverosímiles, lo cierto es que Estados Unidos siempre consideró que, tras el Cártel de Guadalajara, que secuestró y mató a Camarena y que encabezaban Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca y el propio Caro Quintero, estaban personajes clave de la política mexicana. Pero también había detrás un acuerdo de la CIA con los cárteles mexicanos para canjear armas por drogas y, así, respaldar a la Contra nicaragüense en su base de Honduras; un acuerdo de la inteligencia estadunidense con la Dirección Federal de Seguridad y el Cártel de Guadalajara, que fue lo que detonó el asesinato de Camarena (y también el del periodista Manuel Buendía). Había una lucha entre agencias, una candidatura en riesgo, porque esa operación de apoyo a la Contra nicaragüense fue encabezada por el exdirector de la CIA, en ese momento vicepresidente y luego candidato (y presidente), George Bush.
El único personaje central vigente de aquella historia es Manuel Bartlett, entonces secretario de Gobernación y, hasta septiembre pasado, director general de la CFE y uno de los más cercanos colaboradores del presidente López Obrador. Nada debe haber más simbólico para la justicia estadunidense que tener detenido, 40 años después, a Caro Quintero.
También hay una especie de historia circular. En 1989, en cuanto asumió la Presidencia, el presidente Salinas ordenó la detención del líder del Cártel de Guadalajara (y del narcotráfico en el país), Miguel Ángel Félix Gallardo, y eso reconfiguró todo el escenario del crimen organizado y permitió una relación privilegiada entre Salinas y Bush que abrió paso, posteriormente, al TLC. Calderón, con aquella deportación masiva de enero de 2007, que organizó José Luis Santiago Vasconcelos (que falleció meses después en el avionazo en el que murió también Juan Camilo Mouriño), reordenó la relación con Bush Jr., que había quedado muy deteriorada después de que el presidente Fox no apoyara la intervención estadunidense en Irak. Y esa extradición masiva detonó, unas semanas después, la Iniciativa Mérida.
La decisión de ayer de la presidenta Sheinbaum no sólo modificará la geografía del narcotráfico, en cambio permanente desde la caída del Mayo Zambada, sino que debería establecer las nuevas bases de colaboración con Estados Unidos para el futuro, incluyendo el acuerdo de seguridad que se tendrá que firmar junto con la renegociación del T-MEC.
El envío de todos estos personajes, sumados a la detención y posible conversión en testigos colaboradores del Mayo Zambada y de Joaquín y Ovidio Guzmán López, sólo puede admitir una lectura: la administración Sheinbaum no sólo está dispuesta a jugar sus cartas para mejorar la relación con Trump, sino también a asumir las consecuencias políticas que devendrán de ello.
Y ésa es una buena noticia porque implica que, inevitablemente, se romperán redes de corrupción y protección operadas desde el poder, aparentemente sin límites visibles, de los últimos 40 años hasta el día de hoy. Lo que eso puede involucrar podría ser inabarcable y me imagino que es una decisión no sólo valiente, sino también una demostración de autonomía y un golpe sobre la mesa de la propia presidenta Sheinbaum.
Y tiene otras consecuencias: salvo por aquellos que siguen pensando que lo correcto ante los delincuentes son los abrazos, la decisión presidencial ha generado, debe generar, un amplio consenso que trasciende fuerzas políticas en uno de los momentos más delicados de la historia reciente del país. Y lo que vendrá.