Ahora resulta que, impulsada desde sectores duros de la propia 4T, a algunos les sorprende que el general Salvador Cienfuegos haya asistido a la ceremonia del Día de la Lealtad, cuando hace dos años fue incluso condecorado por el presidente López Obrador en un aniversario de la creación del Colegio Militar, del que fue un notable director.

Conocí muy bien al general Cienfuegos cuando fue secretario de la Defensa y lo he seguido tratando todos estos años. Cuando fue detenido en Los Ángeles no podía salir de la sorpresa y la indignación. En todo momento estuve convencido de su absoluta inocencia. Cuando tuve oportunidad de conocer el expediente de apenas 750 hojas de intervenciones telefónicas de dos narcotraficantes con ínfulas de grandeza, pero en realidad de poca monta, quedó claro que todo era un invento intransitable en términos de seguridad.

El presidente López Obrador, en un primer momento, celebró la detención, hasta que se le hizo comprender que era infundada y era un agravio para todo el Ejército mexicano y para él mismo. Fue entonces, casi dos días después de su detención, que el gobierno se activó en la defensa del general.

Cienfuegos fue liberado y exonerado por las presiones del gobierno mexicano y porque había sido una de esas típicas acciones de la DEA en las que se construye un caso con mucha voluntad, poca información, mucha imaginación y nulo discernimiento. No había una sola prueba de ningún tipo contra Cienfuegos, un general que había sido condecorado varias veces por el Ejército estadunidense y la propia Casa Blanca, la última ocasión días antes de dejar sus funciones en la Defensa, cuando recibió la Legión de Honor de manos del general John Mathis por su lucha conjunta y su colaboración contra el narcotráfico.

Al mismo tiempo que era condecorado en Washington, un oscuro grupo de la DEA de Las Vegas lo investigaba para tratar de ligarlo con el narcotráfico. El general fue exonerado, los cargos levantados y regresado a México, donde volvieron a revisarse sus finanzas sin encontrar nada que saliera de sus ingresos institucionales.

El secretario de la Defensa, decíamos en aquellos días, es muy poderoso, pero sus órdenes y sus decisiones se trasmiten por toda una cadena de mando. No se trata de un simple individuo que puede operar con autonomía para, como decía la DEA en su acusación contra Cienfuegos, proteger delincuentes, advertir de operativos, disponer de aviones y barcos, incluso de la Marina, para los narcotraficantes, y además comunicarse con ellos por celular, sin ninguna medida de seguridad adicional. Eso, sencillamente, es inverosímil.

Por eso mismo, acusar a un secretario de la Defensa de estar involucrado con el narcotráfico es acusar a toda la institución. La DEA quería llevar a juicio al Ejército mexicano, lo quiere hacer desde 1985, cuando se dio el caso Camarena.

En el plano personal e institucional, el general Cienfuegos tenía una magnífica relación con sus homólogos estadunidenses. En la acusación se hablaba de la supuesta complicidad con un grupo menor y en vías de extinción en el mundo del narcotráfico, los llamados H2, aniquilados, como sus antecesores, los Beltrán Leyva, por las propias fuerzas militares que encabezaban Cienfuegos y el almirante Vidal Soberón.

Para las fechas en que la DEA dice que Cienfuegos estuvo relacionado con los H2, tanto éstos como los Beltrán Leyva habían sido destruidos. Los H2, un grupo menor que cometió todo tipo de atropellos en Nayarit (apoyados por el exfiscal Édgar Veytia, el acusador de Cienfuegos para aligerar su pena en Estados Unidos), con alguna presencia en Mazatlán, terminarían su historia con la muerte de su líder en Tepic, en 2017, abatido por fuerzas militares.

Qué sentido tendría, nos preguntábamos un día después de la detención del general, que un militar que ocupa el más alto rango de la fuerza, a dos años de su retiro, luego de medio siglo de carrera, con prestigio dentro y fuera de la institución militar, con magníficas relaciones en México y en Estados Unidos, hubiera decidido proteger a un cártel de tercer nivel a punto de su destrucción.

Menos aún que haya hecho, en apenas año y medio, “miles de comunicaciones” con sus supuestos cómplices por una BlackBerry sin encriptar que, además, está comprobado que nunca tuvo. Y no hablemos de los supuestos sobornos que no aparecen en sus cuentas por ningún lado.

Hemos dicho muchas veces que durante la primera administración Trump, en medio de la profunda desorganización que existió en ese gobierno, muchas agencias operaron por su cuenta y sin control. Lo que se intentó con la detención de Cienfuegos, que venía precedida del juicio contra El Chapo Guzmán y luego por la detención de Genaro García Luna, era un maxiproceso contra los gobiernos mexicanos.

La colaboración con la DEA y otras agencias quedó profundamente lastimada por esos hechos y es responsabilidad de los dos gobiernos recuperar la confianza mutua, porque la misma se requiere para encarar la lucha contra el crimen organizado.

Por eso, por lo inconsistente de la acusación, por la forma en que se realizó la detención, por el maltrato que le dio la DEA al general y a su familia al momento de su detención (encerrados en un cuarto, incomunicados, humillados), lo que se debería exigir no son explicaciones porque estuvo en una ceremonia militar, sino el desagravio como un gesto mínimo en la recuperación de las relaciones y la confianza en términos de la colaboración en seguridad.

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez es periodista y analista, conductor de Todo Personal en ADN40. Escribe la columna Razones en Excélsior y participa en Confidencial de Heraldo Radio, ofreciendo un enfoque profundo sobre política y seguridad.

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