La mayoría de quienes han participado en la discusión pública sobre el reportaje del diario The New York Times respecto de un presunto laboratorio casero de fentanilo en Culiacán nunca ha visto dicha droga ni tiene conocimiento sólido sobre ella.
Acepto lo que me toca: he leído mucho al respecto desde que comenzaron a detectarse numerosos fallecimientos en Estados Unidos por sobredosis de ese y otros opioides sintéticos; he visto la sustancia en fotografías y he entrevistado a expertos, pero eso no me hace uno de ellos.
Por eso, no me atrevo a evaluar el nivel de veracidad del reportaje firmado por las reporteras Natalie Kitroeff y Paulina Villegas y aparecido el 29 de diciembre pasado.
A ellas, debo decirlo, las considero buenas periodistas. Hay aspectos del texto que pueden ser opinables, como que no buscaron una confirmación independiente y especializada sobre la afirmación de uno de los “cocineros” entrevistados de que su cuerpo había desarrollado tolerancia a los vapores que se emiten durante el proceso de fabricación de la droga, que es uno de los cuestionamientos que ha hecho el gobierno federal a la historia publicada. Pero vuelvo al punto: no tengo suficientes elementos para saber si todo lo que allí se relata es preciso o no.
Lo que sí puedo afirmar es que este gobierno, igual que el anterior, tiene una desmedida propensión a negar los hechos que le resultan incómodos y manipular la información para presentarla de la manera más conveniente a sus intereses. Hay mil ejemplos y no cabrían todos en este espacio, pero recordemos la manera en que la autoridad capitalina, a cargo en ese momento de Martí Batres, negaba lo que era obvio para cientos de miles de habitantes de esta ciudad: que el agua que salía de la llave tenía un fuerte olor a combustible y una sensación aceitosa al tacto. Nunca se quiso revelar cuál fue la fuente de esa contaminación. Hoy Batres es director del ISSSTE.
En el caso de la fabricación de fentanilo en México, hay suficiente información, en notas periodísticas e incluso comunicados oficiales del gobierno, para aseverar que a este país sí han llegado numerosos embarques de precursores químicos utilizados en la producción de esa droga y del descubrimiento de laboratorios clandestinos en Sinaloa y otros estados en los que se sintetizaba la sustancia y/o se le comprimía en pastillas para su posterior exportación.
El 13 de abril de 2023, difundí en esta columna información oficial sobre el decomiso en Ensenada de un embarque de N-fenetil-4-piperidona (NPP) y 4-anilino-N-fenetilpiperidina (ANPP), sustancias precursoras del fentanilo.
También, cómo el barco de carga de bandera liberiana y perteneciente a una empresa griega, en la que había hecho el descubrimiento de dichos químicos –escondidos entre bultos de jabón en polvo provenientes de China–, pudo seguir en nuestros puertos, sin sanción alguna.
Asimismo, cómo, apenas ocho meses después del decomiso en Ensenada, fue localizado un laboratorio clandestino en el sector Valle Alto, de Culiacán, Sinaloa, donde aparecieron cinco litros de fentanilo líquido y 2.7 kilos de pastillas de fentanilo, elaborados a partir de NPP y ANPP.
Dicha columna no recibió rectificación alguna. Ahora, el gobierno ha tomado el camino fácil de negar la realidad, mediante el desmentido del texto de The New York Times, que, por cierto, no es el primer medio en publicar un reportaje sobre presuntos laboratorios clandestinos en los que se fabrica fentanilo, pues ya habían aparecido otros en Reuters y Le Monde. Y ha decidido hacerlo sin recurrir a otras fuentes que sus propios funcionarios, quienes, sobra decir, afirmarán cualquier cosa que convenga al gobierno, sea cierta o no.
Negar la realidad no cambia los hechos. Sólo complica las cosas a la hora de enfrentarlos.