Por si existía alguna duda de que Estados Unidos, todavía con Joe Biden, pero mucho más con Donald Trump, ha cambiado el enfoque sobre cómo tratar con México, la designación del nuevo embajador de la Unión Americana en nuestro país, el coronel retirado de las fuerzas especiales Ronald Johnson, lo confirma plenamente.
El embajador Johnson no es un hombre del cuerpo diplomático. Estuvo treinta años en la CIA, fue un militar de las boinas verdes con experiencia militar en distintos países. Tiene estudios de posgrado en inteligencia y fue durante dos años embajador de Trump, en su primer gobierno, en El Salvador, cuando Nayib Bukele asumió la presidencia de ese país y comenzó a coquetear con China. Desde los primeros encuentros con Johnson, el mandatario salvadoreño abandonó la idea de China, se alejó de sus primeras propuestas de negociar con los maras salvatruchas e impuso el sistema de seguridad más duro del continente, en un país que, por su tamaño y condiciones, está en posibilidades de implementarlo.
Lo cierto es que Johnson logró plena interlocución con Bukele y lo puso, como está hasta el día de hoy, en la órbita del trumpismo. Pero eso fueron sólo dos años de la vida profesional de Johnson: los éxitos que tuvo en El Salvador se deben a su experiencia en inteligencia, en las fuerzas armadas y, sobre todo, en la CIA, en un país con su gobernabilidad en crisis.
Hasta hace poco más de un año, en términos de seguridad, México estaba en la lógica de la DEA, en el tema antidrogas, como lo había estado en forma permanente desde principios de los años 80. Pero la desilusión con López Obrador, los reiterados desengaños con sus políticas y los gestos descifrables hacia los entornos criminales llevaron a que en la Unión Americana se escalara la atención hacia nuestro país y del narcotráfico se pasó a tratar a México como un problema de seguridad nacional.
Y ya no fueron la DEA o el FBI los encargados de atender en términos de seguridad la relación, sino dos instancias mucho más poderosas: la CIA y el Homeland Security (DHS), encargadas de la seguridad nacional e interior de EU. Las fuentes estadunidenses coinciden, todas, en que la operación de extracción de El Mayo Zambada y de Joaquín Guzmán López no fue realizada por la DEA, sino que fue el producto de un largo trabajo de inteligencia del DHS y la CIA. Eso explica la limpieza de la operación y la secrecía en que se ha mantenido la misma.
Esa ruta seguirá el gobierno de Trump y por eso, en lugar de una conservadora radical como Kari Lake, quien llegará a la embajada de reforma será Ron Johnson, un cuadro con cuatro décadas de formación en la CIA y la inteligencia de su país. Un especialista en regímenes dictatoriales, sobre todo Rusia y China, con amplios conocimientos de inteligencia operativa y temas de crimen organizado, pero que no viene a establecer criterios de seguridad pública, sino controles de seguridad política con temas mucho más de fondo.
Refrenda, además, que para la administración Trump (y no nos engañemos, también en este último año y medio, aunque con distintas formas, para la administración Biden) los temas torales son migración, fentanilo y, sobre todo, China. El nuevo embajador estadunidense es alguien que no sólo tendrá un discurso duro, sino que, además, tendrá formas de corroborar, operar e influir desde ámbitos muy alejados de los diplomáticos.
La designación de Christopher Landau como subsecretario de Estado y la de Marco Rubio como titular de esa dependencia se acomodan perfectamente a la designación de Johnson como embajador en nuestro país. En Washington todavía somos percibidos como importantes socios comerciales, más allá de los discursos y declaraciones de Trump, pero también como un riesgo para su seguridad nacional. Eso implicará un tratamiento distinto, exigencias diferentes y compromisos mucho mayores de la administración Sheinbaum.
En estos temas y dinámicas lo único que resulta inútil es envolverse en la bandera: hay que responder con resultados, con interlocución y, sobre todo, con claridad política y programática. Todo será diferente.
SIN FISCAL EN LA CDMX
La designación del nuevo fiscal para la CDMX se tendrá que llevar hasta el año próximo. No hay acuerdo en el comité de evaluación para integrar la terna, de la que saldrá la nueva fiscal, en la que Bertha Alcalde es, evidentemente, la candidata del gobierno federal. Los cuatro integrantes del comité que se oponen, incluyendo una legisladora de Morena, argumentan que Bertha está impedida para ser la nueva fiscal por su relación con Luisa María Alcalde, que es la presidenta nacional de Morena. Pero, además, la madre de Bertha es Bertha Luján, fundadora de Morena, presidenta del consejo nacional, y su padre, Arturo Alcalde, un abogado laboral de los más cercanos a López Obrador. La familia es cercanísima a López Obrador. Pensar que Bertha será una fiscal autónoma con todos esos antecedentes familiares es poco realista.
No deja de resultar paradójico que un movimiento como Morena, que tanto insistió en sus orígenes en denunciar el nepotismo y las redes familiares de poder, hoy esté metido de lleno en ellas. Donde se vea, hay alguna red familiar ampliada que detenta cargos, posiciones, espacios que devienen en evidentes conflictos de interés.
Todo indica que Bertha Alcalde es de todas las confianzas del grupo en el poder y que es, además, una profesional, una abogada capaz, preparada, ¿no puede estar en una posición de gobierno, del gabinete, que no exija autonomía e independencia política y familiar como sí lo demanda la Fiscalía capitalina?