Persecución a periodistas

Nadie se asombra de la belicosidad fúrica del Presidente en contra de medios y periodistas. La sorpresa, que casi nunca hay, es que no sean parte central de sus mañaneras. Tiene una sección dedicada semanalmente, que sólo tiene el reporte de seguridad y el avance de sus obras, pero a diferencia de todos los segmentos de que se compone su único espacio real de gobierno, no hay información; sólo ataques, infundios, difamaciones y linchamiento. El presidente Andrés Manuel López Obrador dice que es un diálogo circular lo que realiza y un mecanismo de réplica. Esto es un decir. Sus diálogos circulares tienen descalificaciones a quien realiza preguntas que le incomodan, y sus réplicas son actos de fe porque no las hace a partir de datos, sino de dichos.

López Obrador demoniza a medios y periodistas, lanza amenazas de manera contrafactual para tener salidas plausibles, presiona a los propietarios para pedir de manera indirecta que despidan a sus periodistas críticos, pero presume ser demócrata que ha abierto la libertad de expresión como nadie antes, pese a ser el Presidente más atacado desde Francisco I. Madero hace más de un siglo. No es cierto. Probablemente, en algunos casos, tiene razón cuando dice que lo critican más que a todos los presidentes, pero omite señalar que es el Presidente que más ha hablado de todos –más de dos horas y media diarias–, que concentra un poder como no se había visto desde Luis Echeverría y que ejerce un control absoluto sobre la palabra pública.

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Su actitud contra medios y periodistas puede caracterizarse como una persecución, definida por la Real Academia de la Lengua Española como la acción y efecto de perseguir, y una instancia con que se acosa a alguien a fin de que condescienda a lo que de él se solicita. Esto es lo que hace diariamente López Obrador, que a base de hostigamiento sistemático quiere que lo que sucede en el país, como la ingobernabilidad, la violencia, la corrupción y la ineficiencia, se calle. Y que sólo se hable positivamente de lo que hace.

No es un capricho lo que hace el Presidente. Está embarcado en una guerra cultural donde se le está acabando el tiempo sexenal para cambiar la ecuación, mal citando frecuentemente a Tocqueville, de la sociedad que quiere nacer y la que se niega a morir. Las guerras culturales han estallado en el mundo este siglo con la emergencia de líderes populistas, que han desatado conflictos culturales entre grupos sociales y la lucha por el dominio de sus valores, sus creencias y prácticas, que comúnmente se refieren a temas altamente controvertidos en los cuales hay un desacuerdo social general y una polarización en la forma como ven los valores sociales, como lo ha definido el diccionario sobre el populismo del Centro Europeo de Estudios sobre el Populismo.

La última trinchera ante la embestida de López Obrador han sido los medios y los periodistas, abiertos defensores de valores como las libertades y un sistema cimentado en el Estado de derecho. La resistencia a la colonización de las instituciones, después de que ha logrado hacerlo con las mentes de millones, desquicia al Presidente, que realiza una persecución infatigable contra la prensa. La imposición de una cultura diferente es fundamental para el proyecto de López Obrador, que evoca en algunos momentos a la Revolución Cultural de Mao Zedong en China hace casi 80 años. El libro de La industria de los libros en China de Qidong Yon (2019), recuerda cómo el clima político para la creatividad cultural era relativamente favorable antes de la revolución emprendida, hasta que se inició una persecución política masiva bajo el pretexto de una “campaña antiderechista”, que excluía la posibilidad de cualquier crítica contra Mao o el partido. Su concentración de poder lo llevó a imponer una ideología oficial y llegar a la censura extrema de las publicaciones y otros productos culturales, como el teatro y la música, usando la lucha de clases como arma.

México no es China, ni 2024 es 1957, ni López Obrador es Mao, pero hay analogías que son escalofriantes. En aquella nación había una persecución dura. En este país la persecución es blanda, lo que no significa que es cosmética. Hay una parte pública en esta estrategia que se expresa en las mañaneras, donde sus principales enemigos, periodistas críticos que piensan diferente a él, son Carlos Loret, Ciro Gómez Leyva y Joaquín López-Dóriga. Hasta el 6 de marzo, el último registro de menciones negativas acumuladas contra periodistas realizado por SPIN Taller de Comunicación Política, Loret sumaba 590 alusiones, Gómez Leyva 272 y López-Dóriga 240. Desde entonces, al concluir la mañanera mil 317, Loret sumó 42 nuevos ataques y difamaciones, Gómez Leyva 35, y López-Dóriga 17.

La resiliencia y experiencia de los periodistas y los medios es lo único que explica que no se hayan quebrado. López Obrador quizá no entiende que sus agresiones no dejaron a muchos alternativa alguna y tuvieron que cruzar el Rubicón, sabiéndose algunos que son soldados muertos, que al estar conceptualmente en esa lógica, son aquellos que actúan con más valor.

La persecución blanda no es sólo retórica que busca la previa censura. Incluye, como también sucede en otros casos de periodistas y activistas, espionaje telefónico mediante el software Pegasus realizado por el Centro Nacional de Inteligencia, seguimiento físico de algunos de ellos temporal o permanente, revisión de sus cuentas bancarias, auditorías, y revelaciones públicas de sus ingresos y propiedades, lo que no sólo es una violación a la ley, sino que, además, ciertos o no los datos, los vuelven a ellos y a sus familias, material de secuestradores.

El conjunto de estas acciones está entre los requisitos que varios países piden para otorgar asilo político. Ningún periodista mexicano ha solicitado asilo político por ser perseguido por expresar su opinión –sí los hay por amenazas a su vida no políticas– y están aquí enfrentando los embates. Tienen todos, por esta definición personal, la idea de que habrá un mañana, aunque como dijo un importante periodista, “algunos podamos todavía quedar en el camino”.

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