Con hambre y sed de justicia

Sería reconfortante escuchar este 6 de marzo un discurso como el que dio Luis Donaldo Colosio hace 30 años en el Monumento a la Revolución. Colosio venía de una campaña maltratada, hostigada interna y externamente, donde el denominador común era que su candidatura constituía una simple extensión del presidente Carlos Salinas de Gortari.

Colosio no era ni remotamente una marioneta del presidente Salinas: era su candidato, sin duda, y hubiera tenido una línea de continuidad con el salinismo, pero tenía una visión propia, quería corregir errores, trabajar en las consecuencias que la apertura comercial y el tratado de Libre Comercio inevitablemente generarían, era consciente de que había insuficiencias y profundos distanciamientos internos.

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Hemos insistido a lo largo de los años, desde la crónica que como reportero me tocó escribir aquel 6 de marzo, que Colosio pronunció ese día el discurso más importante de su vida, un discurso que, para muchos, marcó su destino. No porque, como se ha especulado, hubiera puesto, pronunciándolo, una distancia tan amplia con el presidente Salinas de Gortari que implicaría, menos de tres semanas después, su asesinato. Es absurdo. Tampoco porque fuera una intervención que marcara un antes y un después en la política nacional.

Marcó su destino porque fue la ocasión en la cual quedó en claro, de forma transparente, qué quería Colosio para México, cómo veía su futura presidencia, cuáles eran sus ideales, su forma de hacer y entender la política. Porque mostraba, por primera vez en una campaña que estuvo asolada por el levantamiento zapatista, el rechazo a su candidatura por el camachismo, el proceso de negociación en Chiapas, la violencia, los secuestros de Alfredo Harp y Ángel Losada, su personalidad, su visión, más allá de esa figura presidencial con tanto peso como era Carlos Salinas.

Hoy aquel discurso se lee de otra manera, pero en aquel caótico 1994, el discurso fue recibido por muchos como uno más. Le sucedió lo que le pasó a Colosio a lo largo de su campaña: fue conscientemente ignorado. Recorriendo las páginas de los periódicos del 7 de marzo de aquel año, se verá que no muchos apreciaron en su justa dimensión lo que acababa de decir Colosio en el Monumento a la Revolución. Sin embargo, aquel discurso dejaba un amplio espacio para la esperanza y lo ofrecía, también, para la autocrítica.

Para elaborar aquel discurso (que terminó, como casi todos en esos meses, siendo redactado por Samuel Palma, Javier Treviño y Cesáreo Morales), Colosio le pidió asesoría a mucha gente, desde periodistas hasta intelectuales, a políticos del PRI y de otros partidos, incluso –por supuesto– de la oposición. Lo concibió como comenzaba a concebir su gobierno, con un esquema de apertura e inclusión de diferentes ideas y personalidades.

El discurso, entonces, fue armado casi como un puzzle, con la línea argumental que había decidido el candidato con su equipo (inspirado en el célebre discurso de Martin Luther King), subrayando el México que quería ver en el futuro, pero incorporando las ideas, las propuestas, los temas que había recogido en los escasos dos meses que llevaba de campaña.

Era, fue, un gesto de independencia. Antes de pronunciar el discurso, Colosio tomó una decisión que a posteriori fue magnificada: no enviar el texto, como cortesía, a Los Pinos hasta la misma mañana en que lo pronunció. No era un signo de ruptura con Salinas, era otra cosa: era un gesto, imprescindible en aquellos días, que quería demostrar su margen de autonomía, la que Colosio se demandaba a sí mismo, un gesto que le permitiera asumir corresponsabilidades y autocrítica, algo que necesitaba en términos personales y políticos.

No hubo una ruptura con Salinas, no podía haberla, ésa no era opción ni para Colosio ni para Salinas. Han pasado 30 años y el PRI, que ganó con Ernesto Zedillo aquella elección (en la que participó 78 por ciento del padrón electoral), se desdibujó durante los seis años posteriores. Navegó sin rumbo. En ese sexenio, 1994-2000, el PRI tuvo siete presidentes nacionales y un presidente de la República con el que, más allá de sus aciertos y errores, no se identificaba, que no sentía suyo. Perdió la elección de 2000 porque antes había perdido sus propias referencias.

Todavía somos muchos los que vemos “un México con hambre y sed de justicia. Un México de gente agraviada por las distorsiones que imponen la ley a quienes deberían de servirla. De mujeres y hombres afligidos por el abuso de las autoridades o por la arrogancia de las oficinas gubernamentales”, como dijo Colosio aquel 6 de marzo. Un México que aún está por construir.

Puede pronunciarlo hoy Xóchilt Gálvez o cualquier otro opositor, la enorme mayoría podría suscribirlo, pero deberíamos escuchar algo así de Claudia Sheinbaum. Un gesto no de ruptura, porque no tendría para ella sentido en la política real, sino de autonomía, de independencia intelectual, de apertura a otras ideas y personas, al diálogo, de reconocimiento a lo que falta por hacer y lo que se quiere transformar. Un discurso para decirle a la gente quién es en realidad. No tiene sentido esperar por ello hasta el 1 de octubre. La campaña, se debería entender así, se trata también de esperanzas, expectativas y emociones.

 

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