No es una mala reforma. No es una muy mala reforma. La reforma judicial es una reforma catastrófica. No mejora sino empeora las cosas. No facilita el cambio en el futuro cercano, lo dificulta y casi lo imposibilita. Fortalecerá al núcleo autoritario, pero debilitará seriamente al Estado. Le dará un enorme poder a la futura Presidenta, pero secuestrará a su gobierno. Ella, hay que decirlo y repetirlo, no es víctima sino cómplice de esta reforma desastrosa. El daño que le hará al País es gigantesco. Pagaremos el costo durante décadas. De un golpe, la aplanadora de adulación e indecencia que votó por la reforma ha aniquilado el contrapeso esencial. Al poder se le ha dado permiso para hacer con su legitimidad lo que le venga en gana. Un pacto mafioso ha logrado una reforma constitucional que nulifica a la Constitución. Ese es el regalito que se le acaba de dar a López Obrador. ¡Qué viva el Segundo Piso! Viva el poder sin límites. Muerte a todas las autonomías. Finalmente, se ha terminado de despejar el terreno de la autocracia popular: se ha removido el último obstáculo que conminaba al Presidente y al congreso a respetar la ley; se ha eliminado la indispensable separación entre representantes y jueces; se ha cortado de tajo el camino hacia la profesionalización de los juzgadores; se ha instaurado un inapelable órgano inquisitorial. Lo lograron: la diputación judicial tendrá las prendas que al Presidente le gustan: sumisión, temor e incompetencia.
El asentamiento judicial del despotismo ha quedado cimentado en la Constitución. Nadie se ha atrevido a sugerir que la reforma mejorará la administración de la justicia. Ni siquiera el paje Arturo Zaldívar se ha animado a decir que el machetazo mejorará el estado de derecho. El alegato por la reforma ha sido, desde el inicio, el escarmiento. Los jueces se merecen su extinción por no montarse al caballo del poder. Son los villanos de México. Mientras los criminales son víctimas del neoliberalismo, los jueces son los peores enemigos del país. La venganza invoca ideales democráticos para esconder las trampas de su mecanismo. Lo que garantiza es un desastre integral. No un daño por aquí y un desafío por allá. No una imprecisión ahora que pudiera ser aclarada después.
La devastación se esparcirá por todos los órdenes de la vida social. Se sentirá inmediatamente y asentará la incertidumbre en todos los tratos del porvenir. No solamente hablo de lo que es inocultable: la reforma judicial cambia la naturaleza del régimen político. La defectuosa democracia ha dado el paso definitivo para convertirse en un régimen estrictamente autoritario. La estructura de un poder sin restricciones ha encontrado cobijo en la Constitución. Pero, más allá de esa consecuencia en el espacio del régimen, la detonación nos hará a todos más vulnerables a los caprichos del poder. Si la reforma es abiertamente autocrática no es solamente porque destruye la plomada de la razón legal en el juego de los poderes. Lo es también porque el debilitamiento y la servidumbre de los jueces terminará precarizando la ciudadanía.
Ofende que una reforma tan descaradamente autoritaria se presente como un empujón democrático. El único argumento que logran hilar los defensores de la reforma es la justificación etimológica: la más pedestre de todas las credenciales de la democracia. En nombre de ella se purga un poder para colonizarlo con jueces incondicionales, jueces improvisados, jueces que vivirán bajo el temor constante del correctivo que puede imponerles su órgano disciplinario. Pero ni siquiera podemos llamar democrático al voto que se emite a ojos cerrados y que apenas permite optar entre versiones del oficialismo. Nadie sabrá por quién vota porque no habrá forma de conocer la trayectoria de los candidatos, ni tendría sentido conocer su oferta. Lo que podrá ubicarse es el patrocinio de un solo régimen en tres versiones. Solo tres partidos podrán presentar candidatos: el partido presidencial, el partido legislativo y el partido judicial. Hoy dos representan lo mismo. El tercero lo hará muy pronto.
El 11 de septiembre de 2024 ha quedado establecida constitucionalmente la autocracia en México.