Los contornos que trazó Claudia Sheinbaum en sus primeros discursos ya como Presidenta electa sobre el arribo de las mujeres al poder fueron significativos, contradictorios, dibujados entre la emoción y los territorios todavía áridos. El páramo no es la zona de disputa de una vocal mal colocada, la enunciación o la corrección gramatical. Que la llamen Presidenta y no Presidente.
Porque la batalla de Sheinbaum, se entiende, no es solo contra los arcaísmos imperantes en la sociedad, en el país, en las instituciones, sino también en su propio movimiento.
El jueves 15 salpicó de matices el discurso para rebatir entre frases y palabras las diferencias de trato y entendimiento.
En algunos nombres rememorados marcó distinción. Nominó a la hidrocálida Dolores Jiménez y la duranguense Juana Belén Gutiérrez, Las Hijas del Anáhuac, intelectuales revolucionarias escasamente recordadas. O a la activista Consuelo Uranga y la médica Esther Chapa.
«También llegan las invisibles que con estas líneas hago visibles. Hago aparecer a quienes quisieron desaparecer, las que lucharon por su sueño y lo lograron, las que lucharon y no lo lograron. Llegan las que pudieron sacar la voz y las que no lo hicieron. Llegan las que han tenido que callar y luego gritaron a solas. Llegan las más marginadas. Llegan las abuelas, las bisabuelas que no aprendieron a leer y a escribir porque la escuela no era para niñas. Llegan nuestras tías que encontraron en su soledad la manera de ser fuertes, Llegan nuestras madres que nos dieron la vida y después volvieron a dárnoslos todo. Llegan nuestras hermanas, llegan nuestras compañeras, llegan nuestras amigas, llegan las mujeres anónimas», expresó.
De la exclusión y la soledad. Del agravio y la discriminación. En la sociedad, en el país, y en los movimientos que antecedieron y que ahora conforman a la denominada 4T.
Del silencio y el grito, de la soledad y el acompañamiento, de la exclusión al empoderamiento.
La misma Sheinbaum desmenuza y separa. No mencionó el agobiante asunto de las muchachas y muchachos desaparecidas y desaparecidos. No mencionó a las madres buscadoras, no solo de antaño, como Rosario Ibarra, sino a las de ahora, que asoman a las fauces de la narcoviolencia, «Las Doñas» que con pala en mano cavan su esperanza. Y un probable sesgo: muchas mujeres lucharon por derechos, igualdades y libertades en otros partidos políticos, en centros educativos, en las instituciones religiosas, en las burocracias de gobierno, en las empresas, no solo en la izquierda. Eso no asomó en su dicho.
El feminismo no es la fase superior del cuatroteísmo. La expansión de decisiones en distintos sectores e instituciones que reconocen derechos de mujeres, libertades, visiones específicas y diferentes, el desarrollo de políticas de género, viene de lejos. Las batallas corresponden a diferentes grupos y movilizaciones; a muchachas indignadas y muchachos solidarios. Ese cambio viene desde abajo, pero es insuficiente. Nunca como ahora existen legislaciones federales y locales que acatan reclamos de las mujeres. Y, paradójicamente, nunca como ahora la violencia contra ellas es más visible y descarnada, con una impunidad reinante.
Los contornos dibujados por la Presidenta sin duda alientan una nueva condición y refrescan el ambiente. Eso sí, las fotografías del recuerdo lo registran: los funcionarios de las tres primeras filas del Teatro Metropólitan, que aplaudieron a rabiar el discurso de Sheinbaum, eran 42 hombres y solamente 20 mujeres. Una burocracia que no cede espacios. Cuando en seis años ella deje la Presidencia, probablemente a otra mujer, a ver si las selfies marcan también el cambio.