Dos veces conversé con el fiscal Gertz en su despacho de las imponentes instalaciones de la FGR en el kilómetro 14.5 de la carretera libre México-Toluca: octubre de 2024 y agosto de este año. Hablamos esencialmente del atentado en mi contra. También de otras cosas que, pláticas privadas, no tengo derecho a revelar. Dudo, sin embargo, que viole la reserva si cuento que ambas veces deliberamos sobre la edad: la mía, la suya. Él reflexionaba en torno de las amarguras de quienes a estas alturas vivían vidas sin presente, de cómo acumulaban rencores día con día aquéllos que no tenían en qué ocuparse.
Por esa —y otras causas— dijo que llegaría al final de su gestión en la Fiscalía, enero de 2028. Gertz no quería irse. No lo he buscado para preguntarle qué cambió. Me cuesta imaginar qué hecho poderoso pudo ocurrir entre agosto y noviembre que lo llevara a modificar la perspectiva.
Tanto como que aceptara canjear la intensidad de las riendas de la Fiscalía por un resort en Berlín, Londres, Viena. Puedo entender la necesidad del gobierno y de la 4T de hacerlo a un lado. Más difícil de comprender es la sorna de la Presidenta en este mes transcurrido. Su “ya merito” les diremos a qué embajada se va, expresado ayer, pareció una rudeza extra a un hombre de 86 años. Y al primer fiscal general de la historia.