Son un grupúsculo. No más de diez. Hombres y mujeres que se pasean por los medios como si fueran luminarias indispensables, cuando en realidad son soldaderas intelectuales de la llamada Cuarta Transformación. Y su apodo es lo de menos: lo relevante es cómo han logrado convertirse en la misma decena de voces convidadas a paneles, conferencias, mesas de análisis y planas editoriales, aunque su único talento es la defensa del gobierno en turno. El Palacio necesita a sus propagandistas y siempre habrá alguien dispuesto a jugar ese papel, no importa cuán cursis o porriles o deshonestos sean.
Y para ganarse esa posición no les preocupa caer en el vicio de la desmemoria. Olvidan cómo fue la transición democrática a la que ahora desdeñosamente llaman “noventera”; quiénes participaron, quiénes pactaron, quiénes sabotearon. Olvidan que hubo ciudadanía organizada, partidos que presionaron por autonomías, instituciones que surgieron a contracorriente, reformas imperfectas pero necesarias para acabar con la concentración del poder. Hoy fetichizan esa concentración y buscan revivirla, soslayando el daño que causó.
También olvidan -o esconden- su propio papel. Algunos trabajaron en las instituciones que hoy vilipendian como “neoliberales”; participaron en esfuerzos por desmilitarizar al país o en movimientos para fortalecer fiscalías autónomas. Hoy reescriben sus biografías y presentan una historia a modo: un cuento maniqueo donde ellos siempre fueron pueblo bueno y el pasado siempre fue un páramo de corrupción absoluta. Una historia de paja con enemigos de paja.
Pero nuestro pequeño grupo ignora estos argumentos o los desdeña porque contradicen el guion oficial. Alegan que todo retroceso es justificado porque el pueblo lo valida. Y en una gloriosa exaltación de la falta de rigor, proclaman que el proyecto gobernante es “de izquierda” porque usa la retórica popular y promete redistribución. Pero soslayan que una izquierda democrática no aplaude la militarización, o la prisión preventiva oficiosa, o el debilitamiento de contrapesos, o la descalificación sistemática del disenso, o la satanización de toda crítica por ser “de derecha”.
Nuestros Tesauros de la Transformación inventan nuevos conceptos sin sustento ni en teoría ni en práctica: “democracia plebeya”, “democracia neoliberal”, “democracia de las mayorías puras”. Como si renombrar las cosas fuera suficiente para legitimar retrocesos. Como si bautizar con eufemismos un proceso iliberal bastara para exorcizarlo.
Al final, lo que representan no es una nueva forma de pensamiento, sino una hoguera de vanidades: un espacio donde el análisis cede ante el halago, donde la teoría se sacrifica por el aplauso, y donde el rigor intelectual se quema para iluminar el rostro del poder autoritario. Como bien señalaba Hannah Arendt, “La vanidad, a la larga, causa más ruina que la malicia”. La ruina de la independencia intelectual de quienes no pueden asumirse como analistas o académicos. Sus ideas ya no les pertenecen, porque todas fueron concebidas en Palacio Nacional.