Kayla y su familia conducen siete horas desde Carolina del Norte hasta un pueblo remoto en Georgia. No van de vacaciones. De hecho, ese pueblo no tiene hoteles ni tiendas de comestibles ni supermercado. Kayla va hasta allí para visitar Stewart, uno de los mayores centros de detención migratoria de Estados Unidos, con capacidad para unas 2 mil personas. Kayla va allí porque en ese lugar está recluido su padre.
Con el padre de Kayla están recluidas personas de todo el mundo. Algunas han decidido pelear sus casos. Otras prefieren volver a sus países para ahorrarse el horror de las cárceles migratorias. Oficialmente, estas no son cárceles. Pero basta ver cómo funcionan para saber que lo de “centros de detención” es un eufemismo. Hay celdas con inodoros de metal, guardias amenazantes, visitas familiares a través de un vidrio grueso, hombres que duermen en áreas comunes porque los detenidos sobrepasan la capacidad máxima del centro, y migrantes que defecan en las regaderas porque no hay inodoros suficientes.
Ha pasado casi un año desde que Trump volvió al poder. Y en este tiempo, según cifras oficiales, el número de migrantes detenidos en Stewart se ha multiplicado. En todo EU, ha sido el más alto de la historia. Y la desgracia de ellos es un negocio para Corecivic, la empresa dueña del centro, y para el condado de Stewart. Cada día, según cifras oficiales, el gobierno local recibe un dólar por cada migrante detenido.
Sin embargo, contra todo pronóstico en la eterna historia de terror que parece EU en estos días, también hay en Stewart un pequeño oasis. Hace 15 años, unos voluntarios compraron una casa y la acondicionaron como refugio. Ahora, están en una vivienda un poco más grande. El sitio es precioso. Tiene un mural con mariposas monarca y la leyenda: “Migrar es un acto de valentía”. Tiene una mesa muy larga junto a un letrero que dice: “Cuando tengas más de lo que necesitas, construye una mesa más larga, no una pared más alta”.
Tiene, además, voluntarios que llegan cada fin de semana para preparar las camas y la comida, atender a las familias para que puedan descansar, recuperarse e ir a sus visitas. Para algunos migrantes, resulta peligroso que sus familias los visiten. Muchos de ellos son indocumentados o están regularizando su situación migratoria. Entonces, los visitan los voluntarios de El Refugio, el nombre oficial de esta casa de hospitalidad.
Muchas veces, los voluntarios no hablan el idioma de los detenidos. Se sienten frustrados. Creen que no hacen lo suficiente. Pero aun así, los acompañan y llevan noticias a sus familias.
Un fin de semana a finales de agosto, Julieta Martinelli y Shannon Heffernan, dos reporteras que admiro, pasaron 48 horas en El Refugio. Hablaron con docenas de voluntarios y familiares de migrantes detenidos. Luego, durante meses, investigamos más a fondo sus casos; encontramos los patrones entre los detenidos, la dolorosa repetición de sus circunstancias. También indagamos en el negocio, en quiénes ganan con todo este dolor. El resultado es la investigación “48 horas en El Refugio”, que tuve el honor de coeditar y que publicamos esta semana en Futuro Investigates, Latino USA y The Marshall Project.
Es una investigación sobre el horror de la detención: la cruel verdad de lo que sucede después de las redadas. Es también una rendija de luz hacia la esperanza, sostenida por quienes, ante esta realidad abrumadora, han decidido concentrarse en ayudar a otros.