México no está en terapia intensiva. Está en el spa. Recostado boca arriba, con los ojos cubiertos por rodajas de pepino, mientras una voz suave promete rejuvenecerlo. “Quedarás bellísima”, dicen. “Te sentirás como nueva”, aseguran. Y mientras el país duele a diario, el gobierno aplica tratamientos faciales para borrar arrugas estadísticas, disimular cicatrices forenses y tensar los números de la tragedia más persistente del México contemporáneo: las desapariciones.
Hace unos días, desde la tribuna presidencial, se explica que una persona sólo contará como desaparecida si existe una carpeta de investigación. No es una precisión técnica; es una depilación de cuerpo entero. En un país atravesado por la macrocriminalidad, donde denunciar implica exponerse, donde autoridades coluden o intimidan, y donde miles de familias no pueden o no se atreven a acudir al Ministerio Público, esa definición no aclara: borra. No ordena: excluye. No protege: reduce el universo de la tragedia.
El Registro Nacional de Desaparecidos acumula más de 133 mil personas desaparecidas o no localizadas. Pero el nuevo tratamiento promete “depurar”, “verificar”, “clasificar”. Separar ausencias “voluntarias”, conflictos familiares, vínculos con delincuencia organizada. Etiquetas que quizás tranquilizan al electorado pero que no devuelven a nadie a casa. Es el equivalente estadístico al bótox: inmoviliza el gesto, no cura la enfermedad.
La Comisión Nacional de Búsqueda se ha convertido en una oficina de trámites que simula acción mientras administra la impotencia. Sin autonomía real, sin presupuesto suficiente, sin respaldo político y -peor aún- sin autoridad frente a fiscalías renuentes y fuerzas de seguridad opacas, la CNB opera como un decorado institucional: luce en el organigrama, no en el territorio. Su labor se reduce a procesar bases de datos mutiladas y a acompañar búsquedas, mientras el Estado apuesta por redefinir categorías antes que por encontrar personas. En un país de fosas, la CNB es solo un amortiguador político: sirve para contener el reclamo, no para resolver la tragedia.
Desde Gobernación, bajo el aplauso a Rosa Icela Rodríguez, se anuncia una revisión “profunda” de bases de datos. Pero ya conocemos el procedimiento: cuando los datos incomodan, se reclasifican. Y el problema no es mejorar registros. Es para qué y desde dónde se hace. No es ilegítimo buscar precisión; lo es hacerlo para minimizar. No es incorrecto revisar bases de datos; lo es hacerlo sin las familias, sin los colectivos, sin quienes buscan con las uñas en la tierra. No es técnico redefinir categorías; es profundamente político cuando esa redefinición reduce la responsabilidad del Estado.
Se alisan las cifras para que no hagan ruido. Se clasifican los ausentes para que no incomoden. Se camufla la crisis para que no opaque el discurso de la transformación. Pero ninguna crema tapa una fosa. Ningún censo sustituye una búsqueda. Y ningún gobierno puede rejuvenecer su imagen borrando a quienes faltan.
En México, el poder ha optado por esconder la verdad bajo redefiniciones legales y silencios convenientes. El mensaje es inequívoco: buscar demasiado estorba; contar bien incomoda. Frente a ese intento de maquillaje moral, las familias siguen recordándonos que la memoria no se archiva ni se clasifica. Como escribe Alma Delia Murillo en Raíz que no desaparece, la ausencia no es un vacío pasivo, sino una herida que insiste, que brota, que reclama ser nombrada.
Que es lo que quiere un gobierno como la 4T, que no sea molestado?