Columna invitada

Países apalancados

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El dinero que se destina a pagar intereses es dinero que deja de usarse para todo lo demás. Así de simple. Así de brutal. Pero también así de conveniente para algunos gobernantes: los intereses no protestan, no votan y no marchan. Solo se pagan. Puntualmente.

Durante años se ha repetido que la deuda es una “palanca del desarrollo”. Y lo es, siempre que alguien sepa hacia dónde quiere moverla. El problema comienza cuando esa palanca se usa como palanca política: para inaugurar, para presumir, para dejar huella —o placa—, aunque el mecanismo en el fondo no mueva nada.

El dinero prestado, en demasiadas ocasiones, no llega a infraestructura productiva sino a obras de lucimiento, proyectos innecesarios o decisiones dictadas más por la voluntad del gobernante que por estudios técnicos. La deuda no falla; falla su propósito.



No se trata de un fenómeno aislado. Naciones Unidas advierte que el endeudamiento es ya un problema global: más de 50 países enfrentan niveles críticos. La mitad de la población mundial vive en territorios donde se gasta más en intereses que en salud o educación. Dicho de otro modo: primero se atiende al acreedor y, si sobra algo, al ciudadano. Una jerarquía muy pedagógica…

Incluso las grandes economías empiezan a exhibir señales incómodas. En la mayor potencia del planeta, el pago de intereses ya supera el gasto en educación, inversión militar y programas sociales estratégicos. Su oficina presupuestaria calcula que el aumento anual del servicio de la deuda equivale al costo de reparar todos sus puentes. Una metáfora involuntaria: se pagan intereses mientras los puentes —reales y simbólicos— se caen.

En cualquier país, el costo financiero de la deuda presiona al gasto público. A mayor endeudamiento, mayor porción del presupuesto se destina a intereses y menor margen queda para políticas de desarrollo. La secuencia es conocida: primero se ajusta la inversión, luego el gasto social y finalmente se explica que “no hay recursos”. La deuda, curiosamente, nunca entra en austeridad.



La alternativa tampoco es romántica. Cuando se decide no pagar —o se finge que no se puede— aparecen otras consecuencias. Casos recientes en economías como Argentina o Sri Lanka muestran cómo el impago desnuda dependencias estructurales, fragilidad institucional y una pobreza más profunda. El default puede sonar rebelde; suele terminar siendo regresivo.

Hay, desde luego, distintos tipos de deuda. La orientada a inversión productiva puede impulsar crecimiento si cumple tres requisitos básicos: necesidad real, planeación seria y ejecución competente. Cuando alguno falla, la deuda deja de ser herramienta y se convierte en lastre. Y cuando fallan los tres, se transforma en monumento: costoso, inútil, pero políticamente muy defendible y atractivo.

En América Latina abundan los ejemplos de economías atrapadas en esa lógica. Altos niveles de deuda pública y privada, déficits fiscales persistentes, baja recaudación y crecimiento modesto o tirando a nulo… El resultado es previsible: presión para subir impuestos, recortar gasto y reducir inversión. Algunos países gastan sistemáticamente más de lo que ingresan y compensan la diferencia con préstamos cada vez más caros. Una rueda que gira sola y siempre cuesta más empujar.



Las grandes potencias, en cambio, juegan con red. Economías como las de Estados Unidos, Japón, China o Francia pueden darse el lujo de sostener altos niveles de deuda porque cuentan con mercados profundos, monedas confiables y credibilidad internacional. Japón es el ejemplo favorito: deuda gigantesca, tasas bajas, estabilidad prolongada. Aunque incluso ahí aparecen focos amarillos: envejecimiento poblacional, menor fuerza laboral y presión creciente sobre el gasto. Ni los modelos más disciplinados son eternos.

La lección es incómoda pero clara: la deuda elevada siempre pasa factura —a veces de forma inmediata; en ocasiones una vez turnado el mandato—, sobre todo cuando el crecimiento es raquítico. En economías que avanzan poco, el peso del endeudamiento se vuelve asfixiante. Endeudamiento sin crecimiento es pésima noticia.

Además, el dinero es nervioso: se mueve rápido, exige rendimientos y castiga la improvisación. Un cambio en las tasas globales basta para volver carísimo lo que ayer parecía manejable.



Salir de este atolladero no es imposible, pero sí políticamente impopular. Implica reformas fiscales reales, revisión del gasto, reestructuración responsable y, sobre todo, cerrar la llave del dinero fácil. Esa que permite postergar decisiones, comprar tiempo y heredar problemas. No suele ser una opción atractiva para quienes gobiernan hoy y rinden cuentas mañana. Eso explica que pocos gobiernos sean tan responsables para tomarla.

Sí, cada país gestiona su deuda como puede —o como quiere—. Algunos la niegan, otros la maquillan, otros confían en que no les tocará pagarla. Total, siempre habrá un siguiente gobierno. Y el siguiente. La deuda, al final, puede ser una palanca para crecer… o una palanca para enterrarse con método y discurso técnico.

La pregunta, inevitablemente, queda flotando: cuando el apalancamiento crece y el crecimiento no, ¿hacia dónde empuja realmente esa palanca?

Verónica Malo Guzmán

Verónica Malo Guzmán es politóloga, consultora política y columnista de opinión. Miembro de International Women’s Forum, destaca por su análisis crítico y su experiencia en temas de política y sociedad.

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