Hay libros en los que una quiere instalarse a vivir. Hay otros que recorremos de puntillas, cuidándonos para que la angustia que vive en ellos no se aparque en nosotros. Algunos libros revelan mundos donde la gente come, huele, vive de un modo que nos resulta inasible. Otros son un espejo que nos confronta con todo lo que evadimos decirnos.
Comencé el año con un sol radiante entrando por la ventana. Afuera, helado. Adentro, el confort artificial de la calefacción. La luz cobre del invierno se trepaba al río casi a las nueve. Poco después de las tres, las hojas que aún quedaban en los árboles se tornaban grises. Mezclábamos días y noches, dormíamos a ratos, a veces con la bebé recién nacida comiendo de mí. En una de esas horas sin nombre, hallé en un librero “El país donde florece el limonero”, de Helena Attlee.
El libro comienza con un viaje al sur, desde Inglaterra hasta Italia. La autora se adentra en el sol quemando el fin de la tarde sobre los jardines, en el aroma de la fruta que aún pende. Siguen más de 300 páginas y varios siglos de limones, naranjas, mandarinas, bergamota, campesinos, reyes y mafiosos.
Demoré el final del libro, como el borracho que se niega a salir del bar cuando barren y prenden las luces. Quería vivir siempre en aquel mundo que Attlee investigó durante décadas y sentí que había escrito solo para mí.
Salí de Italia y acompañé al policía viudo que inventó Javier Cercas para entender quién mató a su madre y por qué. Tomé el reto como propio. Yo, que he pasado tantos días recorriendo La Habana con Mario Conde, en un par de semanas había volado sobre tres novelas de Cercas en la Terra Alta y en Barcelona. Y luego, con mi yo detective en pleno fulgor, resolví crímenes en Escandinavia, leyendo a una velocidad de vértigo. A veces, la bebé comía y me ponía a leer. Cuando despertaba horas después para lactar de nuevo, yo seguía allí, analizando pistas.
Así llegó el verano y comencé “Misericordia”. No supe de Lídia Jorge hasta que una amiga de mi club de lectura recomendó esta novela, con mucho pedigrí y poca propaganda. Ya había vivido en otros libros que abordaban la vejez. Nada se comparaba con esto. Por un mes, me instalé en un diálogo profundo con la protagonista, que habla poco y siente con toda la fuerza que ha perdido su cuerpo.
Viví en el asilo donde ella se rehúsa a la muerte. Viví su relación con una hija madura que no pretende amarla con obediencia. La claridad de Lídia me desnudó. “La almohada funciona como un altavoz”, subrayé. “La felicidad es un bien escaso”; “el celular es un aparato brillante que lleva en su bolsillo y consulta sin parar cuando tiene las manos libres”. Aprendí que “un alma que se eleva, eleva al mundo”, que “vivo porque continúo observando el cambio” y que no debo desgastarme “con el embate del resentimiento”.
En los últimos años, he pasado largas horas en diálogo con la niña que fui, la hija, madre y mujer que soy. Este año, asistí a la transformación de “La Vegetariana”, hui por los campos con “James” y lidié con el duelo de Agnes tras la muerte de “Hamnet”. Leí a Maryanne Wolf sobre la importancia de más lectura profunda, no más lectura, y me interesé por la huella tóxica que dejan en el cerebro las pantallas.
Pero nada me impactó como los limones, la misericordia y el privilegio de pasar tiempo con personas que admiro hablando sobre los mundos que vivimos en nuestros libros.
Ahora, con las tareas de 2026 ya abarrotando mi calendario, tomo este momento para volver al sitio dentro de mí a donde me llevaron estos libros. Tengo la fortuna de ejercer un oficio que transporta historias de unos a otros. Celebro la lectura, reconociéndola como un bien preciado. Por eso celebro contigo, que me lees y me has leído, y te agradezco. Felices fiestas.