Lo ocurrido en las últimas horas con las dos figuras cumbre de América Latina es una paradoja formidable. La mujer de izquierda, mexicana, era reconocida por el New York Times como una de las personas más elegantes y mejor vestidas del mundo, mientras la liberal clásica, venezolana, huía en una lancha (según The Wall Street Journal) de la dictadura de su país para tratar de llegar a Noruega y recibir el Premio Nobel de la Paz. Ya la historia ponderará cuánto de virtud o tragedia hubo en esto.
Me limito a subrayar que América Latina nunca tuvo en un mismo tiempo a dos figuras mundiales. Dos mujeres que no pudieron acompañarse, escudarse. La diferencia sustantiva es que una detentaba un poder inmenso y otra se debía esconder porque la despedazarían en los calabozos del madurismo.
La mexicana ha sido esquiva y fría con la venezolana. “Hay momentos en la vida en que no hay espacio para la indiferencia”, me dijo en mayo María Corina, cuando seguramente no imaginaba el Nobel. “No entiendo el silencio de la presidenta Sheinbaum, porque, al final, ese silencio termina avalando a quienes cometen crímenes. La historia será implacable con las que hicieron lo correcto, las que hicieron lo incorrecto y las que no hicieron nada”. Palabras que quizá habría repetido ayer. En Oslo, o en la lancha.