La narrativa oficialista en México ha insistido, con razón, en que hoy vivimos el “tiempo de mujeres”. Sin embargo, en los laboratorios del poder local, donde las estructuras clientelares son más densas que los principios democráticos, este concepto empieza a cambiar de forma preocupante. Lo que nació como una lucha legítima por la igualdad está en riesgo de ser capturado por grupos regionales para disfrazar de progresismo lo que es una vieja práctica de la política mexicana: la sucesión dinástica. El caso de San Luis Potosí, y la incipiente réplica en Nuevo León, han deslizado la “Ley Esposa”, iniciativa en la que la paridad de género es utilizada como una coartada para blindar el nepotismo.
En San Luis Potosí, el congreso local aprobó a mediados de diciembre una reforma constitucional que señala que, para el proceso electoral de 2027, los partidos y coaliciones solo podrán registrar candidaturas de mujeres a la gubernatura. El argumento, defendido por Manuel Velasco y el Partido Verde, es que se trata de una medida para garantizar la alternancia de género, pero omite que la figura más competitiva para el oficialismo potosino es Ruth González Silva, senadora y esposa del gobernador Ricardo Gallardo. Al cerrar la contienda exclusivamente a mujeres, la ley parece estar diseñada a la medida de un proyecto de sucesión familiar, pues elimina cualquier competencia masculina que pudiera descarrilar el plan del Ejecutivo estatal.
El patrón se repite en Nuevo León, donde el gobernador Samuel García y Movimiento Ciudadano han impulsado una iniciativa similar que orbita alrededor de las aspiraciones de Mariana Rodríguez. Tras su derrota en la contienda por la alcaldía de Monterrey, el manto de la paridad obligatoria parece el camino más despejado para mantener el poder dentro del círculo conyugal. El engaño es sutil pero agudo: es la utilización una herramienta de justicia para perpetuar redes de poder existentes.No se abre el espacio a las mujeres por una convicción de igualdad; se restringe el espacio a los demás para favorecer a una mujer en particular, que además tiene una ventaja evidente: su acceso a los recursos y la estructura del gobernador en turno.
México ha avanzado significativamente en el tema de la paridad. La reforma de 2019 elevó a rango constitucional la obligación de garantizar equilibrio en candidaturas y órganos de poder. El Instituto Nacional Electoral ha construido criterios para asegurar que la paridad sea una realidad en las gubernaturas al establecer cuotas que obligan a los partidos a postular mujeres en estados competidos. Sin embargo, la intentona en San Luis y Nuevo León va más allá: se trata de una prohibición total por género en un año determinado. Es la ley convertida en un instrumento de exclusión para beneficiar a una dinastía.
La reacción de la presidenta Claudia Sheinbaum ha sido instruir la revisión jurídica de estas iniciativas y ha señalado que el fondo de las mismas no responde a una agenda de género, sino a intereses ajenos a la paridad. Morena ya prepara una acción de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia. Si la paridad se percibe como una “armadura” -similar a como se percibe el fuero legislativo-, el daño al movimiento feminista será enorme.
La paridad y el fuero comparten una lógica de corrección de desproporciones: uno para igualar la cancha, el otro para proteger la independencia del legislador. El problema es que ambas reglas están siendo capturadas por grupos de interés. Las leyes se diseñan como un atajo para los de siempre. El resultado de las “leyes esposa” será el surgimiento de una nueva raza política que, amparada en la inclusión, asegura que el poder cambie de manos, pero no de apellidos.