A la hora de entregar esta columna, Morena se disponía a forzar los tiempos para que las reformas a las leyes del agua de la presidenta Claudia Sheinbaum pasaran al pleno ayer mismo. Tratarán así de desactivar la crisis del campo que Palacio Nacional provocó.
Sheinbaum tiene en las protestas del campo el reto más complejo de lo que va de su administración, si ponemos de lado a Donald Trump y la virulencia de los cárteles criminales, que lo mismo paralizan Sinaloa que ejecutan a un alcalde popular en Uruapan.
La crisis del campo es, en buena medida, otra herencia maldita que la presidenta ha de agradecer a su antecesor.
Las promesas alegres del obradorismo de que, con ellos en el poder a partir de 2018, la bonanza llegaría a los agricultores en forma de precios de garantía hoy son un reclamo genuino.
Si el monto que se paga en dólares por los granos ha bajado en los últimos años, a la par de que el peso se ha fortalecido, es algo que la administración puede alegar como causa exógena del descontento campesino. El haber prometido, en cambio, que papá gobierno se encargaría de compensarles esa adversidad es lo que se le reclama a Claudia, y los que están enojados por las promesas fallidas son, en principio, gente que votó por Morena.
El segundo componente de esta herencia que hoy le estalla a Sheinbaum es el impuesto criminal que pagan los campesinos directamente vía la extorsión, o indirectamente por el riesgo de robos y el encarecimiento de los seguros para el transporte. Gracias por los abrazos, AMLO, la milpa te saluda.
Lo anterior, sin contar que el déficit de casi seis puntos del PIB en el sexto año del señor de los pavorreales ha dejado a Claudia en una penuria presupuestal que no se ve que vaya a paliarse en el segundo año fiscal de la presidenta.
Ese era el panorama –donde los campesinos tienen menos apoyos desde el sexenio pasado y lidian con bandas criminales más sanguinarias e insaciables, mientras los precios de los granos caen– cuando Sheinbaum decidió nacionalizar el agua.
Poner orden y castigar abusos en la explotación a gran escala de pozos por parte de privados para producir o para huachicolear es no sólo encomiable sino signo de responsabilidad.
Mas los productores no fueron subidos al tema oportunamente y, cuando protestaron, hasta fueron amenazados por la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, a quien la presidenta puede agradecerle que haya escalado, antes que contenido, esta crisis.
Todo apunta a que las reformas tanto a la Ley General de Agua como a la de Aguas Nacionales ya están descafeinadas. Aguadas, pues. Su filo punitivo para inhibir el huachicol se matizó mucho y se deja claro que pueden heredarse sin merma los pozos que tuvieran.
¿Eso va a contener a los productores del campo? Lo más probable es que no.
Tal escepticismo tiene dos agarraderas. Las leyes de Sheinbaum sí pretendían y pretenden una nueva rectoría del Estado en el agua. Y los campesinos saben que el gobierno, en general, es ineficiente y corrupto, y que los obradoristas se han lucido en ambas cosas.
El recelo con la Conagua no va a amainar por más que corrijan la mala comunicación que tuvo Sheinbaum y su equipo en todo el proceso.
Pero, sobre todo, segunda razón del barzón reloaded, porque los campesinos sí tienen un problema mayúsculo con lo que les están pagando y con lo que tributan al crimen organizado. Y los productores ya probaron que pueden presionar al gobierno de promesas fallidas.
A Claudia se le prendió el cerro. O más bien su equipo y ella lo prendieron, porque la paja ya estaba seca por falta de apoyos de AMLO y por los abrazos a los criminales cuando les metieron el miedo a que perderían la titularidad de sus pozos. Suerte, presidenta.
