En México, el agua ya no es para quien la paga, sino para quien la necesita. Así, sin rodeos, la nueva Ley General de Aguas y los cambios a la Ley de Aguas Nacionales vienen a ajustar cuentas con un modelo que por años permitió a ciertos gigantes industriales —refresqueras y cerveceras entre los más sedientos— hacer y deshacer como si los ríos fueran propios y los acuíferos una extensión de sus plantas.
No las expulsan del juego, pero sí las bajan de categoría. De titulares VIP a usuarios tolerados. La nueva arquitectura jurídica reordena la fila de prioridades: primero, el agua para beber y para que los ecosistemas no colapsen; después, si queda algo, lo demás. Si hay sequía, si el acuífero está más seco que el discurso de un secretario de Estado, adivinen a quién le cortan primero el suministro: sí, a los de la cheve y el refresco.
El modelo que permitió acaparar títulos de concesión comprando empresas o transfiriendo derechos como si fueran fichas del Monopoly, se terminó. A partir de ahora, si se vende la empresa, el agua no viene incluida. Lo que sí viene es CONAGUA, con nuevas facultades para revisar, recortar o retirar concesiones en zonas críticas. Bienvenidos a la era del Estado vigilante.
Y eso no es todo. Las refresqueras y cerveceras ya fueron nombradas y señaladas en varios estados como Yucatán y Zacatecas, donde colectivos, campesinos y hasta la mismísima opinión pública claman auditorías y revisiones. No solo porque chupan agua como si no hubiera mañana, sino porque el mañana podría ser precisamente un pueblo sin agua. La narrativa oficial les dice que sus concesiones actuales se respetan. Pero eso sí, bajo lupa, con reglas nuevas, registro nacional y supervisión constante. Un “te puedes quedar, pero te estamos mirando”.
El impacto va más allá de la regulación. Afecta el modelo de negocio. ¿Quieres una planta nueva? Depende del agua disponible, del ánimo de la comunidad y de si no vienes con fama de sobreexplotador. ¿Quieres ampliar tu producción? Primero demuestra que no dejarás seco al vecino. Y cuidado, porque estudios muestran que más agua concesionada equivale a más cerveza producida. Por eso el nerviosismo. No es amor al agua: es amor al margen de ganancia.
Esta reforma no es inocente ni espontánea. Responde a una presión social creciente, a un reclamo legítimo por justicia hídrica, y también —por qué no decirlo— a una reconfiguración del poder. Las grandes empresas ya no son intocables. El agua vuelve a ser bien público. Y el que quiera hacer negocios con ella, tendrá que mojarse… pero de verdad.
No es el fin de las cerveceras ni de las refresqueras. Es, más bien, el fin de su zona de confort. Del “tú dame el título y no preguntes”. De las concesiones como comodines. Hoy, más que nunca, la industria tiene que demostrar que no es parásito, sino actor responsable. Porque si algo está claro en esta nueva ley es que el agua no se negocia, se administra. Y en tiempos de sequía política y climática, eso equivale a perder poder.
Y en este país, cuando pierdes poder, pierdes mucho más que litros.
