Columna invitada

A veces los libros mienten, los huesos no

Columnas

A finales de los años 50, durante la construcción de la carretera a Calpulalpan, Tlaxcala, fueron halladas las ruinas de una olvidada ciudad prehispánica. El arqueólogo Román Piña Chan fue el primero en explorarla. Tenía signos de haber sido abruptamente abandonada. En tiempos prehispánicos fue conocida como Zultépec: cerro de las codornices. Tras la llegada de los españoles, se le llamó Tecoaque, que significa “donde se los comieron”.

Aquella ciudad, explorada desde 1992 por el arqueólogo Enrique Martínez Vargas, iba a convertirse en uno de los centros arqueológicos más sobrecogedores que hay en México.

En marzo de 1520, tras la derrota de Pánfilo de Narváez, que había llegado a Veracruz a aprehenderlo, Hernán Cortés envió rumbo a Tenochtitlan una caravana de más de 500 personas en la que iban hombres y mujeres españoles, así como negros, mulatos, mayas, taínos procedentes del Caribe y algunos enfermos.



La caravana nunca llegó. Según le escribió Cortés a Carlos V, transportaba siete mil pesos en oro fundido, “más otros 14 mil pesos de oro en piezas”. Conducía documentos, ropa y otros objetos.

Al explorar la ciudad, el arqueólogo Martínez Vargas desenterró calzadas, plazas, pasillos, conjuntos habitacionales, así como 22 aljibes, empleados en otro tiempo para almacenar agua de lluvia, en donde habían sido escondidos cientos de objetos de manufactura europea: anillos, aretes, clavos, armas, crucifijos…

Durante las excavaciones se hallaron varios grupos de entierros que contenían los restos de europeos, mestizos, negros, indígenas. Se desenterraron las osamentas de un hombre y una mujer de raza negra, que al morir tenían alrededor de 20 años, y cuyos huesos presentaban cortes en distintos sitios. De acuerdo con los arqueólogos, esta era la prueba de que los habían sacrificado y descarnado. El cráneo de la mujer había sido cocido antes de que le arrancaran el tejido blando.



En una de las plazas principales fueron exhumados unos 300 cuerpos. La evidencia arqueológica, sustentada en procesos científicos, demostró que las personas enterradas ahí habían sido sacrificadas y descarnadas: hay libros que mienten, los huesos no.

Aquellos restos pertenecían a los integrantes de la caravana perdida. Martínez Vargas fue encontrando vestigios de los últimos días de su existencia al excavar en Zultépec-Tecoaque.

Los primeros detalles de aquella historia los habían dado Cortés en sus cartas y el extraordinario narrador Bernal Díaz del Castillo. La mayor información fue entregada, sin embargo, por más de tres décadas de excavaciones.



Zultépec, ciudad de paso entre la costa de Veracruz y los lagos de Tenochtitlan, fue uno de los enclaves comerciales más importantes de la zona. Estaba poblado por acolhuas, dependientes del señorío de Texcoco –y miembros, por tanto, de la Triple Alianza. En marzo de 1520 sus guerreros cercaron a los caminantes —solo custodiados por cinco soldados de caballería y unos 50 de infantería— y los condujeron hasta su ciudad.

¿Cómo albergar de un día a otro más de 500 prisioneros? El arqueólogo Martínez Vargas ha descubierto modificaciones que tuvieron que hacerse en las habitaciones a fin de convertirlas en cárceles. Ha hallado dramáticos indicios de los ocho meses que los extranjeros tuvieron que pasar —día a día, noche a noche, hora a hora—, antes de ser sacrificados y comidos, según indica la etimología, en el alejado Tecoaque.

Me lo ha descrito en vívidas imágenes el arqueólogo Martínez Vargas: desde el Templo Mayor de la ciudad comenzaban a sonar los atabales, las chirimías: alcanzaban a escucharse incluso algunas de las frases rituales. Desde su prisión, los cautivos oían el llanto, las súplicas, los gritos de quienes eran llevados, tal vez arrastrados, hasta la piedra de los sacrificios.



Con una piedra o un clavo, uno de ellos grabó en una pared: “Aquí estuvo preso Juan Juste”. Otro más dibujó en un rincón el crucifijo al que probablemente dirigía en aquellos instantes de horror sus más desesperadas oraciones.

Es probable que entre los prisioneros se hallara un fraile que intentó evangelizar a sus captores. Porque en los restos de una habitación aparecieron figuras religiosas de origen europeo, hechas por manos indígenas. Las mismas manos tallaron en madera ¡un diablo con prominentes cuernos!

Sostiene Martínez Vargas que los sacrificios fueron realizados por sacerdotes llegados desde Tenochtitlan, y practicados en concordancia con el calendario ritual. En el lugar hay restos de templos dedicados a Tláloc, a Ehécatl, a Quetzalcóatl



Cuando Cortés preparaba el asalto final a Tenochtitlan, oyó hablar en Texcoco de lo que había ocurrido con la caravana. Envió al más joven de sus capitanes, Gonzalo de Sandoval, a borrar de la faz de la tierra la ciudad de Zultépec.

Sandoval cumplió la tarea en un solo día. Medio milenio más tarde, Martínez Vargas localizó los restos del incendio, así como de la matanza. En la calle principal de la ciudad aparecieron los cuerpos de un grupo de madres que murieron intentando proteger a sus hijos.

Cuenta Bernal que Sandoval “halló en aquel pueblo mucha sangre de los españoles que mataron” y con la que habían rociado tanto las paredes como a sus ídolos. “También halló dos caras que habían desollado, y adobado los cueros como pellejos de guantes, y las tenían con las barbas puestas y ofrecidas en uno de sus altares”.



La ciudad fue abandonada tras la masacre. No hay indicios de que volviera a poblarse después de 1521.

Los arqueólogos del INAH hallaron en una habitación el esqueleto de una mujer europea, acostado boca arriba, al que probablemente estaban desmembrando a la hora del ataque porque no pudieron terminar el trabajo. Le habían quitado las manos y un fémur. “Después del sacrificio —dice Martínez Vargas—, el cuerpo había sido llevado al cuarto para llevar a cabo la extracción de los huesos largos, que eran considerados trofeos y que se colgaban a veces a la entrada de las casas”.

Al lado de la mujer había una jarra con los restos de una rata cocida: la comida que se daba a los enemigos y a los espías.



Entre 1520 y 1521, más de 500 hombres fueron sacrificados en aquella ciudad. Martínez Vargas exhumó ahí un tzompantli lleno de calaveras.

El Códice Borgia, anterior a la llegada de Cortés y de los españoles, muestra un sacrificio humano —en donde un reguero de sangre se transforma en flor. Uno de los mayores conocedores del mundo prehispánico, Eduardo Matos Moctezuma, ha dedicado un libro a “El sacrificio humano en la tradición religiosa mesoamericana”. Ha descrito sacrificios realizados de acuerdo con el calendario ritual, durante la ascensión o la muerte de los gobernantes, durante la construcción de los grandes templos. La extracción de corazones es una imagen preservada en muros y estelas de Mesoamérica entera.

Sostener que todo esto es un invento de Cortés y de los frailes es, sencillamente, una sandez.



En la poco conocida zona arqueológica de Zultépec-Tecoaque nos aguarda, mientras tanto, “una historia no contada”.

Héctor de Mauleón

Héctor de Mauleón es escritor y periodista, fundador de los suplementos culturales Posdata y Confabulario, además de ex subdirector de Nexos. Con un estilo incisivo, se ha consolidado como uno de los columnistas más influyentes de México.

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