Hay etapas de la vida pública del país a las que uno no quisiera regresar.
En mi caso, yo las viví. Por eso lo digo. Por eso sé de lo que hablo. Por ejemplo, los tiempos en que el gobierno en turno sentía que era la representación misma y única del pueblo.
O cuando quienes gobernaban nos decían que, hicieran lo que hicieran sus críticos, o dijeran lo que dijeran, nunca jamás iban a dejar el poder.
O cuando no había, en el discurso oficial, distinción alguna entre México y el gobierno y el partido oficial.
O cuando la bandera nacional se manejaba como propiedad exclusiva del oficialismo.
O cuando quien dirigía el país también mandaba en el partido oficial.
O cuando las elecciones las organizaba una entidad plegada al gobierno en turno y las quejas de la oposición no eran tomadas en cuenta, por muy obvias que fueran las violaciones al proceso democrático.
O cuando quien ocupaba el Ejecutivo era endiosado, y el culto a la personalidad obligaba a que su imagen apareciera por todas partes.
O cuando no existía institución alguna que vigilara el buen uso de los recursos públicos y, en arca abierta, hasta el más justo robaba.
O cuando no había medida para endeudar al país, al cabo que luego vendrían los tontos a pagar la cuenta.
O cuando los críticos eran intimidados, porque el gobierno no tenía argumentos para responderles.
O cuando cualquiera que marchara contra el gobierno era tildado de reaccionario o de traidor a la patria.
O cuando la Presidencia de la República era una de las tres cosas que la mayoría de los medios no osaba criticar.
O cuando los gobernadores de los estados eran simples lambiscones de quien ocupaba el Ejecutivo federal, y llegaban a sus cargos por mero pago de favores.
O cuando la soberanía de los estados era una figura retórica y lo que privaba era el centralismo.
O cuando la fuente presidencial estaba repleta de “periodistas” paleros que preguntaban cosas previamente ordenadas por la oficina de Comunicación Social.
O cuando no existía el derecho a la información, y el gobierno daba a conocer lo que le daba la gana.
O cuando para tener un alto cargo en el gobierno había que tener el carnet de militante del partido oficial.
O cuando desde el púlpito presidencial se atacaba a la oposición porque la persona que ocupaba el Ejecutivo no gobernaba para todos, sino sólo para los de su facción.
O cuando los problemas del país no se atendían, sino se les tapaba con denuncias sobre presuntas conjuras internacionales.
O cuando los legisladores del partido oficial eran piezas intercambiables al servicio de la Presidencia y cuando votaban sin criterio propio las iniciativas enviadas por el Ejecutivo y hasta se burlaban de los opositores haciendo señas.
O cuando la policía y la fiscalía capitalinas se manejaban desde la sede del Ejecutivo.
O cuando las giras presidenciales por los estados eran animadas por burócratas o comerciantes a los que se obligaba a asistir y echar porras.
O cuando los anunciantes de los medios de comunicación eran presionados para evitar que financiaran cualquier crítica al poder.
O cuando se llenaba el Zócalo con acarreados para desagraviar a quien detentaba el Ejecutivo.
O cuando el Informe de Gobierno era uno de los rituales del culto a la personalidad presidencial.
O cuando el Tri cantaba: “Vivir en México es lo peor/ Nuestro gobierno está muy mal/ Ya nadie puede protestar/ Porque lo llevan a encerrar”. No, nadie quiere volver al pasado —algunos, en serio; otros, nomás de dientes para afuera— aunque hay quienes nos empujan cada vez más para allá y a veces tengamos una fuerte sensación de déjà vu.
