Columna invitada

Santa Paula: el subsuelo que se niega al olvido

El proceso de extinción del panteón de Santa Paula en 1879, impulsado por el ímpetu modernizador del Porfiriato, no fue el final de su historia, pues dio inicio a una crónica subterránea que se extiende hasta nuestros días.

La solución de destinar el suelo a la expansión urbana, ignorando las advertencias sanitarias y legales, ha generado un diálogo constante entre pasado y presente. Si bien el decreto de clausura buscaba la liquidación total, su vasta extensión, de 37 mil 800 metros cuadrados, y el uso intensivo durante un siglo, han asegurado que el subsuelo de la colonia Guerrero siga siendo, literalmente, un osario en latencia.

Una reseña de 1852 ya destacaba la saturación del panteón, agravada por las grandes crisis de salud pública. Santa Paula fue el principal destino de las víctimas de las epidemias de cólera de 1833 y 1850-1851, hecho que dejó una marca indeleble. Los hallazgos arqueológicos contemporáneos han confirmado la brutalidad de esos episodios, revelando fosas comunes con hasta siete niveles de entierros, depositando unos cuerpos sobre otros y utilizando delgadas capas de cal y carbón como medida sanitaria.



En algunas fosas se han llegado a identificar hasta 118 cuerpos, evidenciando una gestión funeraria de emergencia que saturó el suelo hasta el punto de la insalubridad insostenible. Ésta es la realidad que el Consejo Superior de Salubridad temía y que el gobernador capitalino Luis C. Curiel minimizó para poder acelerar la venta y lotificación del terreno.

La demolición de la barda perimetral y la parcelación se llevaron a cabo a principios del siglo XX, culminando en 1903. Sin embargo, el problema de la propiedad y la resistencia de los restos no cesó. En 1911, por negligencia burocrática, se dejaron expuestas durante semanas “varias osamentas” en la calle cuando se entubó el agua de la zona.

La gran extensión del panteón y su ubicación estratégica, al norte del Centro Histórico, han convertido cualquier excavación en la zona en un potencial rescate arqueológico.



De hecho, los últimos 20 años han revivido la historia de Santa Paula con una frecuencia notable. Entre 2014 y 2015, excavaciones formales del INAH en predios de la colonia Guerrero permitieron la localización y recuperación de 365 esqueletos, muchos de ellos vinculados a los entierros epidémicos.

Estos trabajos confirman que los cuerpos de los “coléricos”, así como los restos de personajes menos conocidos, permanecen como una capa histórica bajo calles y edificios. Cada individuo recuperado pasa a formar parte del acervo bioarqueológico del país, contando una historia detallada sobre la demografía, salud y ritos funerarios de la capital decimonónica.

El fin de Santa Paula como camposanto formal comenzó, de manera efectiva, antes del decreto de Porfirio Díaz. En 1849, el presidente José Joaquín de Herrera ya había intentado clausurarlo por saturación y, en 1871, el gobierno ordenó formalmente su cierre junto con otros panteones antiguos, al ser considerados un riesgo. Este proceso de liquidación gradual se extendió por décadas, y en 1909 todavía existían muros, osarios y la acequia que lo conectaba con el cementerio de Santa Martha, como lo demuestran los planos del Archivo Histórico de la Ciudad de México.



En retrospectiva, la ambición porfiriana de extinguir el panteón para dar paso al progreso falló. El cementerio, que una vez fue de “los mejores” por la pompa de sus funerales —como el que dispuso Santa Anna para su pierna, el 27 de septiembre de 1842—, terminó siendo un recordatorio de que la historia, especialmente la que involucra a la muerte y a la salud pública, es un elemento estructural que define el subsuelo de la urbe moderna.

El panteón ya no existe en los mapas, pero sus ocupantes continúan emergiendo, forzando a la Ciudad de México a reconciliarse con la incómoda verdad de que gran parte de la colonia Guerrero se asienta sobre la necrópolis más importante del siglo XIX.

De Hermosillo, Sonora

Para todo el mundo.

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