La liquidación del panteón de Santa Paula, el cementerio más célebre de la Ciudad de México durante buena parte del siglo XIX, no fue un simple trámite administrativo, sino un dilema monumental que enfrentó a la naciente modernidad porfiriana con los fantasmas del pasado.
El verdadero reto no era clausurar un cementerio, sino extinguirlo, una tarea que demostró ser tan compleja como deshacerse de un cadáver bien sepultado que se resiste a desaparecer. Fundado en 1784 para sepultar a los fallecidos del Hospital de San Andrés y declarado cementerio general en 1836, Santa Paula se erigió a lo largo de casi un siglo como el sitio de reposo para los notables, los héroes y los humildes distinguidos de la capital.
Allí descansaron personajes tan variados como el expresidente Melchor Múzquiz y el coronel Felipe Santiago Xicoténcatl, defensor del Castillo de Chapultepec, o la pierna de Antonio López de Santa Anna, perdida en la Guerra de los Pasteles y que en 1844 fue desenterrada por una turba.
Sin embargo, a medida que el siglo XIX se acercaba a su fin y las políticas de orden y progreso de Porfirio Díaz comenzaban a transformar la capital, la ubicación del panteón se convirtió en una molestia.
Para 1879, la ciudad se expandía con el trazo de la colonia Guerrero. El antiguo cementerio, flanqueado por las actuales calles Moctezuma, Eje Central, Magnolia y Galeana, contrastaba incómodamente con el nuevo diseño urbano. Además, la expansión se hizo más urgente considerando que las epidemias de cólera de mediados de siglo no sólo habían minado su celebridad, sino que habían llenado sus terrenos de “coléricos” en fosas comunes, con hasta siete capas de entierros, creando un riesgo sanitario percibido que se convirtió en el pretexto perfecto para su desaparición.
La decisión de clausurar y extinguir el panteón, el 20 de junio de 1879, impulsada por el gobernador del entonces Distrito Federal, Luis C. Curiel, desató una serie de resistencias que evidenciaron la fragilidad del poder central ante la preocupación social y las complejidades legales. El obstáculo inicial y más urgente fue el miedo a una nueva epidemia de cólera. La exhumación masiva de restos, muchos de los cuales se creía correspondían a las víctimas de la plaga, generó alarma. El director del Hospital de San Hipólito dictaminó con cautela: “En la duda y sin una imperiosa necesidad… lo racional es no exponer a la sociedad a un mal temible”.
El proceso de extinción también fue una lucha legal y burocrática. Curiel tuvo que lidiar con el saqueo de lápidas y, principalmente, con los propietarios de sepulcros a perpetuidad, quienes reclamaban su derecho a conservarlos. Finalmente, en julio de 1881, el gobernador emitió el decreto final de desocupación, allanando el camino para el parcelamiento del terreno y su posterior subasta.
El epílogo de esta historia, ocurrido dos décadas después de que Díaz se embarcara en el Ipiranga, es un testimonio de la incompetencia burocrática y la memoria histórica negligente. En 1911, el descubrimiento de “varias osamentas” durante obras de entubamiento en la calle Galeana provocó un bochornoso ir y venir de oficios entre distintas dependencias, con los funcionarios acusándose mutuamente de inacción mientras los huesos, expuestos en la vía pública, permanecían amontonados en las calles por semanas.
El panteón de Santa Paula, que llegó a medir 37 mil 800 metros cuadrados, se convirtió en la actual Colonia Guerrero, y su último vestigio visible, la capilla, dedicada a San Ignacio de Loyola, fue derruido en 1963 con la ampliación del Paseo de la Reforma.
El caso de Santa Paula es una lección atemporal: la historia y sus restos, aunque se entierren bajo el peso del progreso, siempre encuentran la manera de salir a la superficie, cada vez que una nueva excavación remueva la tierra de la capital.
