Columna invitada

Generación Z: el malestar que el poder pasa por alto

Con motivo de las manifestaciones convocadas para mañana desde cuentas en redes sociales de grupos que se identifican como parte de la Generación Z, es imperativo ir más allá de la controversia política para analizar el perfil sociodemográfico de dicho sector de la población.

La descalificación oficial, que señala a la protesta como una orquestación de “la derecha” o una campaña de desinformación con financiamiento estimado en más de 90 millones de pesos, corre el riesgo de pasar por alto el profundo malestar material que define a la cohorte más numerosa de México.

La Generación Z se denomina así por seguir la secuencia alfabética de la Generación Y (los millennials) y la Generación X (quienes ya están entrando en la edad de retiro). Es el primer grupo demográfico considerado completamente nativo digital. Delimitado por los nacidos entre 1996 y 2010, está compuesto por los 30.4 millones de jóvenes que, en el rango de 15 a 29 años, representan 23.3 por ciento de la población total del país. Este volumen demográfico convierte a la Gen Z en una fuerza socioelectoral crucial, cuyo descontento puede ser preludio de una redefinición del panorama político.



Su perfil sociodemográfico revela una profunda paradoja: la Generación Z ha heredado un sistema de marcada desigualdad a pesar de su preparación académica. Los datos del Inegi de 2024 son contundentes: 60 de cada 100 jóvenes cuentan con educación media superior. Sin embargo, esta alta escolaridad no se traduce en estabilidad laboral, sino en precariedad. El indicador más crítico es que 59.5 por ciento de la Población Económicamente Activa joven (15 a 29 años) trabaja en la informalidad, proporción mayor a la del promedio nacional.

Esto significa que, a pesar de su esfuerzo educativo, seis de cada diez jóvenes mexicanos se enfrentan a bajos salarios, falta de prestaciones, y la posibilidad casi nula de construir un futuro con certeza. Dicha precariedad se refleja también en su estado civil, con 72.9% de los jóvenes reportados como solteros, interpretado esto como la postergación de la entrada plena en la vida adulta ante la dificultad para alcanzar la estabilidad financiera necesaria.

Éste es también el grupo de edad con mayor propensión a ser asesinado (el homicidio fue la primera causa de muerte en 2024 para quienes tenían entre 15 y 24 y entre 25 y 34 años de edad). Asimismo, el que mayor número de desapariciones registra (cuatro de cada diez de los 13 mil 192 casos que se contabilizaron el año pasado se dieron en el grupo de edad de 15 a 29 años).



El perfil psicosocial de la Gen Z se articula a través de la regla de las cuatro íes: irreverencia, inmediatez, inclusión e incertidumbre. Son críticos, rechazan las verdades absolutas impuestas por sus mayores y han demostrado un desapego por la organización social tradicional, priorizando el equilibrio entre la vida laboral y personal, así como la salud mental.

Como nativos digitales, estos jóvenes han desarrollado su propio lenguaje de protesta, abandonando los medios tradicionales para informarse y movilizarse a través de plataformas como TikTok e Instagram. Es claro que este activismo digital es efectivo no por quién lo amplifique, sino porque resuena como una verdad estadística inocultable. Desestimar los datos sobre la informalidad laboral y la falta de prestaciones, mientras se enfoca únicamente en el origen de las cuentas de redes sociales, es desviar la atención de la crisis estructural que la Generación Z está poniendo sobre la mesa.

Las convocatorias a marchar el 15 de noviembre señalan la corrupción, el desempleo y la inseguridad, pero no como meros eslóganes políticos, sino como factores que erosionan su presente y que los vuelve pesimistas sobre su futuro. Estamos hablando de la primera generación moderna que probablemente vivirá en peores condiciones que sus padres.



El hecho de que el gobierno haya cuestionado la autenticidad de la movilización, atribuyéndola a la inteligencia artificial, a figuras de oposición y a intereses empresariales, desvía la atención de la crisis estructural que los datos de Inegi exhiben.

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