Claudia Sheinbaum tiene un año como presidenta, pero ya juega su permanencia política. El régimen que hereda vive su momento más frágil: violencia sin tregua, malestar económico y una juventud que dejó de bostezar. La presidenta tendrá que decidir rápido si quiere ser figura de cartón o jefa de Estado. Porque su principal amenaza no está en Washington, sino en Uruapan, Apatzingán y Zamora.
Michoacán no es solamente un foco rojo: es su prueba de fuego. Si pierde ahí, si se le desborda la violencia en ese estado, se le cae la narrativa de paz y justicia con la que llegó a Palacio. Michoacán es su Ayotzinapa en potencia. Su pesadilla está en curso. Y, por ahora, sin control.
Algo que los estrategas de Morena no vieron venir: las marchas. Jóvenes con mochilas, audífonos y pancartas. Generación Z, dicen. Aquí apenas empiezan. Con cartulinas y cantos, pero también con rabia. Ellos y ellas pertenecen a esa ola global llamada Generación Z, que ha brillado en Indonesia, Filipinas, Kenia y Perú. En Nepal y Madagascar, los manifestantes han logrado derribar gobiernos.
Muchos adultos —hartos y rotos por la violencia— los miran con una mezcla de esperanza y culpa. Los jóvenes protestan porque sus padres no pudieron arreglar el país. Y eso incomoda al régimen. Los subestimaron, como subestimaron a la violencia que hoy los acorrala.
Habrá que esperar al día 15. Esa será su primera gran prueba. Veremos si el movimiento se diluye entre influencers y retuits, o si se convierte en una chispa que incendie la conciencia nacional.
El verdadero problema no es el narco. Es el pacto político que lo protege. La red de funcionarios, legisladores, gobernadores y militares que han hecho de la violencia un modelo de negocios. El crimen organizado no se sostiene solo: tiene padrinos con cargo público y fuero constitucional.
Por eso nadie cree que Sheinbaum logre algo si no toca esa estructura. Y no se trata de discursos bonitos ni de reformas en el papel. Se trata de hacer lo que López Obrador nunca quiso: romper con sus aliados incómodos. Si no lo hace, la violencia seguirá siendo la principal institución del país.
El régimen está nervioso. Mucho. Y lo disimula mal. Suponer que los jóvenes son manipulables, domesticables, controlables con becas y conciertos, es no entender la rabia que los mueve. Lo que viene puede no ser una revolución, pero sí una rebelión. Y no necesitan líderes: ya tienen causas.
Si Sheinbaum los ignora, los reprime o los traiciona, la historia la pondrá junto a Díaz Ordaz. Y eso, para alguien obsesionada con la ciencia, la academia y la posteridad, debe ser más doloroso que perder una elección.
El sentir popular es claro: si no va contra los peces gordos del huachicol fiscal, si no desmantela las redes de protección al crimen, si no cambia el pacto con los barones del mal, Sheinbaum no gobierna. Solo administra el desastre.
Tiene poco tiempo. No para que la quieran, sino para que la respeten.
Y no, los jóvenes no están esperando a que les hablen bonito. Están esperando que alguien les diga la verdad. Y si no lo hace el poder, lo harán ellos. Desde abajo, con rabia y con razón.
