Historiador y ensayista. Director de la revista Letras Libres. Entre sus libros: Por una democracia sin adjetivos (1986), Biografía del poder (1987), La presidencia imperial (1997), Travesía liberal (2003) y De héroes y mitos (2010). Su obra más reciente es Redentores (2011) publicado en Estados Unidos, México y Brasil. Recibió la Orden de Alfonso el Sabio en España y el Premio Comillas de biografía por Siglo de Caudillos. Miembro de El Colegio Nacional.
Más allá de su justificación histórica, la Guerra de Independencia causó la muerte de 250 mil personas. Tras su consumación el país se precipitó en una larga era de pronunciamientos, guerras, invasiones y un fenómeno endémico: el bandidaje. Hacia 1840, la marquesa Calderón de la Barca describía la “plaga de ladrones que infesta a la República, que nunca ha podido ser extirpada” y la atribuía al “estado continuo de desorganización en que se encuentra el país”. Al término de las Guerras de Reforma e Intervención (1858 a 1867) la mayor preocupación de Benito Juárez fue alcanzar la paz y el orden.
El primer ciclo de violencia concluyó cuando el Estado mexicano, encabezado por Porfirio Díaz, pacificó al país en los términos que él mismo describió con crudeza en la famosa entrevista con James Creelman en 1908: “Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación”.
El segundo ciclo de violencia concluyó cuando el Estado mexicano, encabezado por Plutarco Elías Calles, impuso la seguridad, fundando el Partido Nacional Revolucionario. Entre 1929 y 2000 no dejó de haber violencia de diversa índole, pero los índices indican una caída sustancial.
La violencia de este siglo no podía tener justificación posible pero, generosamente, el primer gobierno del régimen actual se la regaló: “la delincuencia es pueblo”. Con esa coartada se instauró la política (llamémosle así) de “abrazos, no balazos” cuyo efecto fue dejar manos libres a la delincuencia organizada y a la delincuencia común. Resultado: un saldo récord de 200 mil muertos. Para colmo, sectores clave del propio Estado organizaron sus propias redes delincuenciales llevando la corrupción política a niveles de degradación (y lucro) sin precedentes.
El segundo gobierno del mismo régimen ha dado un cierto giro a su política de seguridad, pero lo ha hecho de manera ambigua, contradictoria. Se proclama que “no habrá impunidad”, pero se ha descabezado a las instituciones de justicia y a las leyes de amparo que hubiesen sido el instrumento para hacer realidad esa bonita frase. Se persigue, captura y hasta extradita a notorios capos de la delincuencia organizada, pero ni con el pétalo de una rosa se toca a los capos notorios de la delincuencia política organizada. Se dice lamentar -con semblante helado- el asesinato de Carlos Manzo pero se transfiere la culpa a toda la humanidad… menos al propio gobierno que es, por principio, el responsable de la seguridad.
Recuperar para el Estado su deber principal no implica repetir los métodos dictatoriales de Porfirio Díaz ni del PRI. Pero mucho menos un fingido pacifismo que en realidad es una mal fingida complacencia.
Ni abrazos ni balazos: persecución del delito, procuración de justicia y aplicación de la ley. En una palabra, Estado de derecho. El gobierno anterior fue su reverso. El gobierno actual no se separa del ominoso libreto. Su imperdonable actitud ampara al crimen y desampara al mexicano.
