Una de las premisas de la política social enarbolada por el expresidente Andrés Manuel López Obrador fue que las transferencias lograrían alejar a los jóvenes de las actividades criminales. “Becarios, no sicarios” es la consigna con la que se ha acompañado esa tesis. En los hechos, no hay evidencia alguna de que esos programas sociales, que han tenido continuidad en el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, tengan dicha consecuencia.
En cambio, sí hay pruebas de que una gran cantidad de adolescentes cometen delitos en este país, tanto por su cuenta como en tanto parte de cárteles que los reclutan.
Ciertamente, no se trata de un fenómeno nuevo. Llevamos por lo menos 15 años discutiéndolo, desde que se conoció la historia de El Ponchis, el niño que comenzó a trabajar para el grupo de los Beltrán Leyva cuando tenía once años de edad y que al ser detenido, en diciembre de 2010, se convirtió en el símbolo de los menores que son enganchados por la delincuencia. Sin embargo, a lo largo de estos tres lustros, las cosas no han cambiado sustancialmente, a pesar de que desde 2018 existen diversos subsidios dirigidos a los jóvenes, tanto para los que estudian como para los que buscan insertarse en el mercado laboral.
Dos casos recientes de menores sicarios, uno en Tabasco y otro en Michoacán, seguramente reavivarán el debate sobre cómo evitar que los jóvenes se involucren en hechos delictivos.
Me refiero, por un lado, al de Derek Jair, de 15 años, quien fue detenido el mes pasado en la ranchería de Corregidora Ortiz, cerca de Villahermosa, durante un operativo policiaco, en el que intentó disparar una subametralladora tipo Uzi, cosa que no logró porque el arma se le atascó.
Cuando las autoridades revisaron las pertenencias del menor, encontraron videos violentos en su celular y evidencias de que habría participado en, al menos, un secuestro, como parte de una célula criminal encabeza por un hombre de 37 años de edad, de nombre Asunción y conocido como El Chuncho.
El otro caso es el que dio a conocer ayer el fiscal de Michoacán, Carlos Torres Piña, quien reveló que la persona que asesinó el pasado 1 de noviembre a Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, y fue abatido por el equipo de seguridad de éste, también era menor de edad. De acuerdo con el funcionario, se llamaba Víctor Manuel, tenía 17 años y era originario del municipio de Paracho.
Sabemos que éstos no son casos aislados, pues en los últimos años no ha sido raro que las autoridades de procuración de justicia den cuenta de la detención o la muerte de muchísimos jóvenes que presuntamente cometían delitos.
Se trata de una trágica realidad social en la que los menores infractores son víctimas de adultos que los arman, los instruyen y los usan a su antojo, privándolos de la oportunidad de llevar vidas productivas. Es una realidad para la que el Estado mexicano no ha tenido una estrategia para frenarla.
Una característica del movimiento que gobierna el país desde 2018 es lanzar programas sin análisis previo y sin instrumentos de medición. Estos dos gobiernos han pretendido que los mexicanos creamos, simplemente porque sí, que sus transferencias destinadas a los jóvenes evitan que se sumen a las filas de la delincuencia. El propósito puede ser noble (algunos dicen que es meramente electorero), pero lo cierto es que no hay ninguna prueba de que esos subsidios estén funcionando.
Derek Jair y Víctor Manuel pasaron de la infancia a la adolescencia en los tiempos de la Cuatroté —“estelares”, les llama la propaganda— y no puede culparse de su destino a los gobiernos anteriores.
Las actuales autoridades del país tienen que hacerse cargo de esta trágica realidad. Si realmente se quiere evitar que la niñez mexicana siga siendo absorbida por la criminalidad, es necesario estudiar a fondo este fenómeno, recurriendo a expertos que ayuden a entender qué lo está causando, y abjurar de visiones y respuestas ideológicas que suenan muy bonito en el papel, pero que chocan con los hechos.
