La decisión corporativa, anunciada el martes 14, de que Stellantis —gigante automotriz detrás de Jeep, Chrysler y Dodge— invertiría masivamente en Estados Unidos mientras reevaluaba la continuidad de su planta en Brampton, Canadá, no debe interpretarse como un simple ajuste logístico.
Es la señal más reciente de una profunda reestructuración geopolítica impulsada por Washington, y una advertencia directa a México sobre la fragilidad de su modelo de desarrollo.
Stellantis invertirá 13 mil millones de dólares en los próximos cuatro años para expandir su capacidad manufacturera en la Unión Americana, y todo indica que esta decisión anulará los planes para producir su Jeep Compass en Ontario y llevárselos a una planta que la empresa reabrirá en Belvidere, Illinois, donde está prevista la creación de cinco mil empleos.
La planta de Brampton ha estado cerrada desde 2024 a fin de reequiparla para fabricar la nueva generación de ese vehículo, pero los trabajos se frenaron en febrero, poco después de que Donald Trump regresó a la Casa Blanca y se inició su amenaza arancelaria y su promoción para repatriar la industria automotriz.
El caso Brampton demuestra que la presión geopolítica estadunidense, combinada con incentivos internos, doblega a la cadena de suministro. La única barrera que hoy protege a México de una fuga similar es el diferencial salarial, una protección fundamentalmente inestable.
La ventaja mexicana, basada en un costo de mano de obra aún bajo comparado con el capital necesario para automatizar los procesos de producción, está llegando a su fin. La automatización ya no es futurista, sino una tendencia industrial impulsada por la caída de los costos tecnológicos. Su mercado mundial, valorado en 191 mil millones de dólares en 2021, se proyecta que sea de 355 mil millones de dólares en 2028, lo que abaratará el costo unitario para las empresas.
El impacto se evidencia en la densidad robótica, que alcanzó un récord global de 162 unidades por cada 10 mil empleados en 2023. México, aunque rezagado, ha concentrado la mayor parte de su inversión en automatización en su motor económico: la industria automotriz. Así, nuestro país se hace más eficiente en su sector clave, pero, a la vez, acelera la extinción de su ventaja competitiva: la mano de obra barata. Cuando el costo fijo de un robot sea inferior al costo salarial anual de un trabajador mexicano, la razón de ser de la maquila desaparecerá.
La amenaza de la automatización masiva, combinada con el proteccionismo, representa un riesgo existencial para la economía mexicana, cuyo pilar principal es la industria automotriz.
Un estudio de 2020 del Banco de México estima que 68% del empleo total está en alto riesgo de ser desplazado por la tecnología, con el sector manufacturero particularmente expuesto.
El gobierno federal, a través del Plan México, se enfoca en la electromovilidad y el aumento del contenido nacional. Si bien la electrificación es necesaria, esta estrategia peca de cortoplacista. Continuar impulsando la manufactura basada en volúmenes de producción es un error de diagnóstico; es optimizar a la víctima en lugar de diseñar una alternativa. El nuevo motor económico de México debe ser el capital humano.
La sustitución de procesos de ensamblaje exige la inversión en infraestructura de datos, sistemas avanzados y servicios de alto valor. Las políticas públicas deben enfocarse en impulsar la formación de habilidades cognitivas y creativas para facilitar la inserción laboral de los trabajadores. Pero ¿cómo lograr eso cuando en las escuelas mexicanas poco o nada se habla de inteligencia artificial?
México está comprando tiempo con sus bajos salarios, pero el reloj de la automatización avanza inexorablemente. La pregunta central es quién está pensando en un nuevo modelo de desarrollo que evite que la extinción de nuestra ventaja salarial se convierta en una crisis económica catastrófica.
La respuesta determinará si México se transforma en una potencia tecnológica o se queda estancado en un espejismo de maquila que la próxima generación de robots desmantelará.