Columna invitada

Nuestro fallo sistémico

Un fallo sistémico de la seguridad de un país se entiende como una deficiencia profunda en las estructuras e instituciones encargadas de garantizar la seguridad pública, implicando problemas en los sistemas policial, judicial, de inteligencia y defensa, los que generan, dicen los clásicos, la incapacidad para enfrentar amenazas como el crimen organizado, la corrupción y la violencia.

Hay casos notables de fallos sistémicos incluso en democracias avanzadas: el ataque de Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas y el Pentágono fue casi paradigmático, porque contando incluso con información suficiente, pero que no fue sistematizada por las diferentes agencias de inteligencia estadunidenses, se pudo dar un golpe terrorista en el corazón de la primera potencia mundial.

Israel que cuenta con uno de los mejores sistemas de inteligencia a nivel global, tuvo en su historia dos fallas notables, la de la guerra de Yom Kipur, hace exactamente 52 años, cuando el país fue atacado por sorpresa por Egipto, Siria, Jordania y Líbano y que pudo haber significado su desaparición, y 50 años después, el ataque de Hamás, que dejó miles de heridos, más de mil 200 muertos y 250 rehenes.



En los dos casos la respuesta de Israel fue durísima, pero eso no impidió como también ocurrió con el 11S, que no se establecieran mecanismos para investigar cómo y porqué fallaron de tal forma las instituciones de seguridad del Estado.

Nosotros hemos tenido un fallo sistémico en la seguridad ante el crimen organizado, que viene de años atrás, pero que se agudizó en forma notable en el pasado sexenio y que adquiere muchas formas diferentes, una de ellas el masivo contrabando de combustibles, operado por funcionarios civiles y miembros de la Marina, en el que participaron incluso instituciones.

Nuestros fallo sistémico se debe a una serie de factores: la corrupción histórica y extendida en cuerpos de seguridad y funcionarios encargados de adunas y la frontera; la incapacidad para transformar el sistema de seguridad pública, lo que obliga al uso de las Fuerzas Armadas para tareas de seguridad pública, exhibiendo, a su vez, a las instituciones civiles que no están suficientemente preparadas o dotadas para garantizar la seguridad y haciendo más permeables a estamentos militares a la corrupción. Mientras tanto, la expansión del crimen organizado, lo convierte en un poder paralelo que desafía y ataca al Estado y a la sociedad. A eso hay que sumarle un sistema penal y judicial que funciona deficientemente y permite que los delitos queden en la impunidad.



En los casos del 11S o de los ataques a Israel, ello obligó a la creación de comisiones especializadas que analizaron e investigaron el porqué de esas fallas sistémicas para corregirlas y elaborar políticas que impidieran su repetición en el futuro. Eso nunca ha ocurrido en nuestro caso. En parte porque para formar una comisión plural y especializada que investigue los fallos más allá de las vicisitudes políticas de la coyuntura se requería de voluntad política e instancias calificadas que pudieran hacerlo. Y éstas son las que precisamente están contaminadas.

Haciendo un esfuerzo político se podría avanzar en ello, eligiendo personajes plurales y de distintos ámbitos que analicen, por ejemplo, cómo pudo producirse un fallo como el de contrabando de combustibles, que según la Procuraduría Fiscal ha causado pérdidas al Estado de unos 600 mil millones de pesos. En esa operación criminal no participaron solamente un grupo de funcionarios y marinos corrompidos, es una falla de los sistemas de control del Estado. En ese sentido, junto con el tema de La Barredora, es uno de los más graves que ha sufrido el país en décadas.

La investigación judicial y penal debe quedar en manos de las fiscalías encargadas de ello, pero no tenemos ni nada indica que tendremos una investigación política seria para saber cómo se produjeron esos dos casos y cómo evitarlos en el futuro. Sencillamente resulta imposible por los intereses involucrados en ambos temas. Por eso, porque no estamos dispuestos a analizarlo e investigarlo como lo que fue, una falla sistémica, estaremos condenados a repetirlo más tarde o más temprano, como ha sucedido a lo largo de nuestra historia, la única diferencia es que esas fallas son cada vez peores y más dolorosas.



LA DIÓCESIS CHILAPA-CHILPANCINGO

Desde hace años, la relación de la diócesis de Chilapa-Chilpancingo con los grupos del crimen organizado es motivo de controversia. El asesinato del padre Bertoldo Pantaleón desgraciadamente no es un caso excepcional, ya ha habido otros en el pasado. Quizás como adelantó Omar García Harfuch, el responsable haya sido su chofer, y habrá que esclarecer el móvil, pero todo queda siempre, en esa diócesis, en tinieblas. Ahí está el caso del obispo emérito de Chilpancingo, Salvador Rangel, quien fue encontrado intoxicado en un motel en el estado de Morelos en abril de 2024, tras una desaparición que inicialmente se dijo que había sido un secuestro. En 2018, los padres Iván Añorve Jaimes y Germaín Muñiz García, muy cercanos a Rangel, fueron asesinados cuando regresaban de la comunidad de Juliantla, cerca de Taxco. Van siete sacerdotes asesinados en la región en los últimos años. Algo está mal en la diócesis de Chilpancingo-Chilapa.

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez es periodista y analista, conductor de Todo Personal en ADN40. Escribe la columna Razones en Excélsior y participa en Confidencial de Heraldo Radio, ofreciendo un enfoque profundo sobre política y seguridad.

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