Un poder se amuralla cuando siente que puede ser atacado, lo hace para defenderse de un ataque. Desde 1968-1971, ningún gobierno levantó en Palacio Nacional fortificaciones más gruesas y altas ante las manifestaciones de protesta que el de López Obrador. El de Claudia Sheinbaum ha seguido el modelo de encastillamiento. Lo justificaron y justifican diciendo que hay provocadores, infiltrados cuyo único objetivo es violentar y causar destrozos, caos. Podrán tener razón, pero no deja de ser paradójico que, 57 años después, el gobierno de los hijos del 2 de octubre tenga que seguirse amurallando ante ¿hordas y bárbaros? ¿Mujeres y normalistas? ¿Estudiantes rebeldes? ¿Qué ha fallado en los gobiernos de la 4T que no les permite recibir con claveles y los brazos abiertos a quienes no olvidan la represión y el “estoy orgulloso de haber salvado al país, les guste o no les guste”, de Díaz Ordaz? Imagino lo que diría y escribiría Luis González de Alba sobre los muros de Palacio Nacional. O la crítica cáustica de Marcelino Perelló. Cómo me gustaría preguntárselo a Raúl Álvarez Garín o Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca. A los maestros del viejo espíritu que difícilmente ensartarían hoy el gastado: lo hacemos para proteger a Palacio de las hordas y los bárbaros.
Columna invitada