Claudia Sheinbaum no llegó a Palacio Nacional por casualidad. Llegó con guion del caribe, con enseñanzas de autoritarismo de su antecesor y la misión de dar la segunda etapa de lo que parece terminar en dictadura.
No es que ella improvise. Está repitiendo líneas aprendidas bajo otras siglas y de otras épocas. Aplausos medidos. Discursos de justicia social como manta para cubrir el control.
Que ocupen instalaciones privadas “temporalmente” no es un error: es un mensaje.
Que pidan acceso a datos de usuarios, que fiscalicen medios y empresas: no es entusiasmo por saber tus secretos, es arma de presión.
Que periodistas críticos sean etiquetados como enemigos: no es discurso agresivo aislado, es parte del manual autoritario.
¿Expropiaciones con ese “permiso social” flexible? Están ahí, latentes detrás de cada decreto. Sheinbaum ya promulgó nuevas leyes del sector eléctrico, de hidrocarburos, de planeación, que retoman esa vieja receta estatalista, tipo expropiación chavista a la mexicana.
El SAT, convertido en brazo disciplinario, no basta con recaudar: exige silencio.
Castiga al que protesta, estigmatiza al que investiga, audita al que cuestiona y hasta revisa tus mensajes de WhatsApp o tus ligues en Tinder. Es una política de miedo.
No es casualidad que gigantes como Samsung o Costco se vean sometidos, pero no investigados, con un talante inquisitorial. No sucede por capricho; sucede por estrategia.
¿Nos estamos volviendo una versión casera de la Venezuela de Hugo Chaves?
Claudia sigue el guion, y el guion no nació en Morena. Viene de una escuela que aprendió a sofocar la disidencia con aplausos, a disfrazar la persecución con decretos, y a llamar “soberanía” a lo que en realidad es control. La receta es vieja: primero se agita el fantasma del enemigo interno; después se desmantela la prensa libre; y cuando el miedo ya se normaliza, se toca el bolsillo del empresario. Todo con la bendición de un pueblo distraído por la retórica del “bien común”.
Así empezó Cuba, cuando Fidel justificó las primeras ocupaciones temporales para “proteger la revolución” y terminó adueñándose de todo el sector privado. Así siguió Venezuela, cuando Chávez habló de justicia social mientras construía una red de poder militar y fiscal para ahorcar a quienes no se alineaban. Y así continúa hoy México, donde el gobierno ensaya el mismo modelo pero con lenguaje tecnocrático, con decretos y reglamentos que suenan legales, aunque tengan el mismo fondo autoritario.
No estamos ante errores administrativos ni excesos ideológicos. Estamos ante un proyecto de poder que estudió las lecciones del Caribe y las adaptó al manual de la Cuarta Transformación. El mensaje es claro: si el Estado lo puede todo, nadie lo cuestiona. Si el gobierno controla la energía, la prensa, los datos, las empresas y la narrativa, no necesita censurar: basta con intimidar.
El problema es que la historia siempre termina igual. Las expropiaciones “temporales” se vuelven permanentes, las auditorías “de rutina” se transforman en castigos, y las promesas de justicia acaban en escasez, fuga de capital y ruina económica. El populismo, cuando se disfraza de justicia, no corrige la desigualdad: la perpetúa.
México aún no es Venezuela, pero cada semana se parece más. El discurso, los enemigos, los gestos, la concentración del poder, el culto a la continuidad y la persecución de la crítica: todo está calcado. Y aunque cambien los acentos, el libreto es el mismo. Lo escribió Chávez, lo copió López Obrador y lo está interpretando Sheinbaum con obediencia.
El guion sigue corriendo. Pero México no es Venezuela, ni lo será. Aquí los caudillos se desgastan, los fanáticos se derrumban y el país, como siempre, sobrevive.
Tuvimos un dictador PD, amlo no lo es, esta escondido, no por el daño que le hizo al país, por miedo, grupos que si daño lo buscan para ajustar cuentas.