Para ser un hombre acorralado por sus propios dichos, el senador Adán Augusto López Hernández no parece ser presa de congoja alguna.
El miércoles, durante la comparecencia del secretario de Hacienda, el jefe de la bancada de Morena veía un partido de la Champions, hasta con los audífonos puestos, muy quitado de la pena.
Ninguna mella parece haberle hecho la advertencia de la secretaria de Gobernación, quien, apenas un día antes y en el mismo escenario, dijo que “si alguien cruza la línea del cumplimiento de la ley, asumirá las consecuencias, trátese de quien se trate” (qué lejos están los tiempos en que la voz del titular de Bucareli tronaba como un relámpago del Olimpo).
O don Adán se sabe protegido por una fuerza superior o, de plano, ha decidido ir por la vida sin preocupación alguna, confiado en que su defenestración sería tan costosa para el gobierno y su partido que nadie se atreverá a empinarlo.
Mientras tanto, su presencia sigue envenenando a la autodenominada Cuarta Transformación. Es un recordatorio de que está muy distante de la santidad política y de que su mandamiento de “no robar, no mentir y no traicionar” es un bonito lema de campaña, pero nada más.
López Hernández es una espina en el costado del oficialismo, y cada día que pasa se entierra más, y se vuelve más complicado sacarla.
La presidenta Claudia Sheinbaum se ha negado a asumir públicamente la decisión de removerlo. Cuando le preguntaron esta semana si el exgobernador de Tabasco seguía aportando algo a la Cuatroté, respondió: “Eso no es algo que tenga que decidir yo. Están acostumbrados todos al viejo priismo (…) al dedazo, al te quito, te pongo, muevo, jalo, a que el Presidente decida todo”.
Pero si no lo decide ella, ¿quién? De los integrantes de la bancada de Morena difícilmente saldrá la decisión, pues habría que poner a muchos de acuerdo y a su coordinador le sobran recursos para mantener a la mayoría de su lado. “Mis compañeros tuvieron a bien designarme por seis años”, presumió el lunes, en una de las conferencias de prensa que ha convocado para tratar de explicar el origen de sus ingresos, uno de los escándalos que enfrenta.
Adán Augusto es como uno de esos muebles de los que la familia no quiere deshacerse, aunque se vean horribles, pero tampoco sabe qué hacer con él. Entonces prefiere hacer como que no está, como que no estorba.
Veremos qué ocurre el domingo, cuando la presidenta Claudia Sheinbaum encabece un nuevo acto multitudinario en el Zócalo; esta vez, para marcar el primer aniversario de su llegada al poder. Normalmente en ese tipo de encuentros, el oficialismo reserva un espacio para sus integrantes VIP –no tome usted literalmente eso de “primero los pobres”— y la nota, horas antes de su realización, es si irá o no irá Adán Augusto y en que parte de ese exclusivo corral lo colocarán.
El 9 de marzo, la vez anterior que Sheinbaum dirigió un mensaje en esa plaza, López Hernández protagonizó un desaire a la Presidenta, cuando él y otros miembros de la élite morenista se tomaban una foto con Andy, el hijo del expresidente Andrés Manuel López Obrador, y no estuvieron atentos al momento en que ella pasaba a su lado, en el trayecto entre la puerta de Palacio Nacional y el templete del mitin.
El domingo habrá más atención pública en qué hace o no hace Adán —para comenzar, si va o no va al Zócalo— que en lo que diga Sheinbaum.
Buscapiés
En junio de 2008, el entonces jefe nacional panista Germán Martínez pidió la pelota al coordinador de la bancada senatorial, Santiago Creel, y mandó traer del bullpen a Gustavo Madero. Igual que Adán Augusto, Creel había sido secretario de Gobernación el sexenio anterior y también contendiente por la candidatura presidencial. Aunque el líder del partido operó el relevo —como correspondía estatutariamente—, la orden vino de Palacio Nacional (o, bueno, de Los Pinos, la entonces residencia oficial, que era el centro del universo político).