Durante la mayor parte del siglo XX, la figura del gobernador en México fue sinónimo de docilidad y subordinación. Tras la Revolución, el gobierno federal se propuso centralizar el poder, desmantelando la influencia de los caciques regionales.
El gobernador se convirtió entonces en un mero delegado del Ejecutivo federal, un títere cuyo poder dependía por completo de su lealtad al Presidente de la República. Uno de los roles del secretario de Gobernación era pastorear a los mandatarios estatales. Los citaba en Bucareli para darles órdenes y, en ocasiones, para reprenderlos.
Este control se volvió tan absoluto que, a partir de Adolfo Ruiz Cortines, ningún gobernador ascendió a la Presidencia de la República hasta que llegó Vicente Fox. Esta sumisión alcanzó su punto culminante durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, quien demostró su poder al retirar a 18 gobernadores de su cargo. Este número sin precedentes subraya la fragilidad que tenía el poder estatal y la hegemonía indiscutible que poseía el Presidente. Los gobernadores no debían su puesto a sus electores, sino al dedazo presidencial.
El panorama comenzó a cambiar en la década de los 90. Con la democratización incipiente y la pérdida de la hegemonía del PRI, los gobernadores empezaron a adquirir mayor autonomía. Figuras como Manuel Bartlett, en Puebla, y Roberto Madrazo, en Tabasco, se rebelaron contra la autoridad presidencial, desafiando a Ernesto Zedillo.
El clímax de este resurgimiento llegó con la victoria de Vicente Fox, gobernador de Guanajuato, en las elecciones de 2000. Su triunfo rompió un tabú que duró medio siglo y demostró que la Presidencia podía ser alcanzada desde la trinchera estatal.
El nuevo poder de los gobernadores se consolidó con la creación de la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), una plataforma que les permitió negociar en bloque con el gobierno federal, especialmente en temas de recursos.
Su ascenso a la política nacional se hizo evidente en 2006, cuando dos de los tres candidatos presidenciales, Roberto Madrazo y Andrés Manuel López Obrador, fueron exgobernadores. La tendencia se reafirmó en 2012 con la llegada de Enrique Peña Nieto, también exgobernador del Estado de México, a la Presidencia. El poder de los mandatarios estatales era palpable, con capacidad de influir en las decisiones nacionales y de negociar de tú a tú con el gobierno central.
Sin embargo, el péndulo del poder ha vuelto a oscilar. Con la llegada de López Obrador a la Presidencia en 2018, la figura del gobernador experimentó un nuevo proceso de subordinación. Aunque en un inicio enfrentó a la llamada Alianza Federalista —un grupo de gobernadores de oposición que exigían más recursos y autonomía política—, a medida que el partido en el poder, Morena, ha ganado terreno en los gobiernos estatales, la confrontación ha cedido el paso a la obediencia más ciega.
Los gobernadores de Morena se han alineado con la visión presidencial, consolidando nuevamente un poder centralizado. Una manera de comprobar su abnegación es la cantidad de desplegados que firman para apoyar a la Presidencia.
Este proceso se ha acelerado tras la llegada de Claudia Sheinbaum a Palacio Nacional. Los pocos gobernadores de la oposición han optado por el pragmatismo, decidiendo no confrontarla. El culmen de esta nueva docilidad ocurrió el pasado fin de semana, cuando el gobernador de Durango, Esteban Villegas (supuestamente miembro del PRI), le dijo a Sheinbaum durante una gira por el estado: “Soy priista, pero por convicción soy claudista”.
Esta declaración, que en el pasado habría sido inimaginable para un gobernador de oposición, es la muestra más clara de que el poder del Centro ha regresado, y con él, la sumisión de los gobernadores. El ciclo de la política mexicana parece reiniciarse, con la figura del gobernador regresando sobre sus pasos para volver a ser un simple peón del poder central.
Tan manso, que hasta a uno de supuesta oposición lo pueden sentar en primera fila durante la lectura del informe presidencial.
