Hay una república distinta de la que está muriendo en México. Es la república de las letras. Tiene una larga historia, nunca interrumpida desde tiempos prehispánicos. De Nezahualcóyotl a Octavio Paz. Es una congregación plural de poetas, cronistas, historiadores, dramaturgos, novelistas, ensayistas, filósofos, pensadores y, por supuesto, editores, bibliógrafos, libreros y lectores. Es un árbol que cobija y siempre reverdece.
Invito al lector, seguramente agobiado por la degradación de la vida pública, a escapar por un momento de la furia y el ruido e imaginar la plenitud vital de mi amigo Hugo, ciudadano ejemplar de esta república. Hijo de católica y liberal (como tantos), estudiante de escuelas públicas (como no tantos), fue discípulo de Julio Torri en la Escuela Nacional Preparatoria, trató a Alfonso Reyes y convivió con la generación vasconcelista. Lector y amigo de Paz y sus coetáneos (José Luis Martínez, Elena Garro, Rulfo, Arreola), en la Facultad de Filosofía estudió a Hegel con José Gaos, filosofía escolástica con el padre José Manuel Gallegos Rocafull, filosofía de la religión con Luis Villoro, filosofía analítica con Alejandro Rossi.
Con ese bagaje uno diría que estaba destinado a la filosofía, pero Hugo decidió crear un universo distinto, enteramente suyo: sería un “escritor filosofante”.
Una prodigiosa comunidad de filosofías -leídas, me consta, en viejas ediciones de Austral o Gredos- encuentra un plácido hogar en su escritura: platónico en su afán pedagógico, aristotélico en sus temas y sistemas, estoico en su paciencia, epicúreo en sus juguetes literarios y su mirada de niño travieso, por momentos escéptico, nunca cínico, en su mesa se sientan san Agustín y santo Tomás, Cervantes y Montaigne, Hume y el doctor Johnson. Hugo es la definición misma de la palabra filosofía: un amigo de la sabiduría, pero no la sabiduría teórica o académica sino práctica, esa que reproduce el diálogo socrático en la charla de café o el aula universitaria. Sabiduría que ayuda a la vida.
A Hugo no le ha apasionado la política. No es que se desinterese por el destino de México. Por el contrario: le importa y le lastima. Pero nos dejó a nosotros, los historiadores, la ilusoria tarea de desentrañar las claves de nuestro pasado y desde ahí hablarle al presente. A Hugo no le ha gustado empujar esa roca de Sísifo cuesta arriba. Parecería enfrentar las desdichas de México con resignación, pero nos conmina a elevarnos a otro plano, el de los valores que todavía, milagrosamente, nos sostienen.
Eso entreví una tarde remota en el consejo de redacción de Letras Libres, discutíamos sobre los números siguientes de la revista. De pronto Hugo se levantó de su silla indignado para interpelarnos: “ustedes aquí discutiendo necedades mientras acaba de morir el padre Chinchachoma”. Se salió indignado. Quedamos estupefactos. Nadie conocía al personaje. Poco después nos enteramos de que aquel sacerdote había vivido treinta años en Coyoacán y fundado dieciocho albergues para niños de la calle. Entendí el dolor de Hugo. Era el dolor de un alma cristiana por la partida de un santo silencioso. Y a partir de ahí, poco a poco, creí asomarme a una dimensión de Hugo aún más profunda: su fe salvadora.
Gracias, Hugo, por tu obra inmensa. Gracias por tenerte entre nosotros.
