Le llaman cambio de régimen. Un proceso defectuoso, hiriente, con un profundo ingrediente de equidad social, envenenado con óleo de venganza.
El nuevo Poder Judicial resultó electo tras la imposición de un listado de favoritos votados por una minoría del listado electoral. El concierto de acordeones colocó en diversos cargos a los favoritos del poder ya sea la Presidencia de la República, los gobernadores, ministras, caciques sindicales o, incluso, grupos delictivos. Ése es su sello.
La caída, esa extraordinaria novela de Albert Camus publicada en 1956, describe, a manera de monólogo, cómo un abogado francés de nombre Jean-Baptiste Clamence, pasaba de ser un defensor de las causas de los oprimidos en un cínico que escala a la superioridad de juzgar a los demás echando por la borda su pasado ético y solidario.
La construcción del denominado nuevo régimen se empapa de arbitrariedades y actos atrabiliarios. No genera consensos sino confrontaciones. La mayoría, indudable, avasalla aunque para construir la legalmente necesaria, la mayoría calificada, se pervierte. No es un síntoma de renovación sino de añejos ciclos, aquellos que provocaron dominios únicos en la política, la economía y la justicia. Los que fueron enfrentados con manifestaciones que terminaron derrumbándolo. Autores, hijos o nietos de aquellas hazañas, ahora diseñan las nuevas reglas y colocan vigas y trabes para soportar lo que denominan segundo piso aunque el primero no termine de cimentarse.
Construyen en medio de la fiesta. Pontifican sobre la austeridad en contraste con el derroche y la corrupción del pasado y trituran su pureza en el primer posteo de Instagram. Les aprieta el ropaje de las máximas patrióticas y ahora ya consideran injusta a la medianía. (Si Juárez hubiera conocido Tepoztlán hasta alberca pone).
“La sentencia que uno aplica a los demás termina por volverse contra uno, a la cara, de frente, con bastantes desperfectos”, escribe Camus.
Las vacaciones de verano, los recientes sainetes legislativos, el apasionamiento y la compulsión de los morenistas se combinan en una suerte de contradicciones de los propósitos del cambio con la naturaleza del miedo de ser desplazados del poder. Lo que antes juzgaban e impugnaban ahora se les revierte.
El nuevo Poder Judicial nacerá entre incienso y humos de pureza que, más allá de la espectacularidad y la reminiscencia, simboliza y reta. El mazo de juez será sustituido por un bastón de mando ancestral para, dicen, sentenciar a los que antes sentenciaban y para hacer justicia a quienes antaño no la tuvieron.
La interpretación de las leyes en el nuevo Poder Judicial puede pasar al lado del alarido. Los nuevos jueces responderán a la porra, al eco de la tribuna.
Estará por verse si los nuevos jueces evolucionan como guardianes del poder que los colocó en la silla o buscan el equilibrio y el contrapeso. Aunque curtidos en el ánimo de la confrontación pareciera que caminan hacia la revancha en el nombre del cambio de régimen.
“Lo esencial es poder permitírselo todo, aunque haya que reconocer de vez en cuando a grandes voces la propia ignominia”, dice en su monólogo Clamence cuando asume de lleno su conversión y desprecia su original alma de abogado de los oprimidos.
La plenitud del poder. El dominio anhelado, ya llegó. Ojalá no concluyan con rencor, como el personaje de Camus:
“Al fin reino, pero para siempre. Por fin he alcanzado una cima que he escalado solo y desde donde puedo juzgar a todo el mundo”.