Recuerdo muy bien la elección federal intermedia de 1985, pues fue en la primera que voté. Esa vez opté por un vecino mío, candidato a diputado federal por la oposición, quien me parecía un hombre intachable y mejor que cualquier otro en la boleta.
Los resultados de los comicios apagaron rápidamente mi entusiasmo de elector novel. El PRI, el partidazo de entonces, había arrasado otra vez. Sin dejar de considerar el peso de las trampas que practicaba el oficialismo, me sentí muy decepcionado de los ciudadanos de mi distrito. ¿Cómo habían podido volver a votar por lo mismo?
El país estaba inmerso en la crisis económica que nos había dejado la docena trágica de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo. Aun así, el PRI se llevaría 289 de los 400 diputados en la 53ª Legislatura. Simplemente, no lo podía yo entender.
Si me hubieran dicho entonces que México estaba a punto de cambiar de rumbo, no lo hubiera creído. Pero el hecho es que menos de tres semanas después de la instalación de aquella Cámara, el régimen político que se había inaugurado en el lejano año de 1929 comenzaría a cuartearse.
El 19 de septiembre de 1985, hoy hace 40 años, la tierra se sacudió violentamente. El terremoto me agarró en un pesero, justo en el cruce de Marina Nacional y Miguel de Cervantes Saavedra. Sin salir del azoro, el chofer y los pasajeros continuamos el trayecto hacia la base de la ruta, en San Cosme. Desde ahí tuve que caminar, igual que miles de personas más, pues el Metro había suspendido su servicio.
Vi la ciudad en ruinas. Edificios de varios pisos, colapsados como un acordeón. Lo que quedaría claro con el tiempo es que también se había derrumbado la legitimidad del sistema político. Los mexicanos se dieron cuenta de que ya no podían contar con su gobierno, y comenzaría un proceso de tres lustros en el que los ciudadanos echarían paulatinamente del poder al PRI, hasta sacarlo de Palacio Nacional.
La realidad política que vivimos puede rastrearse hasta aquel día de septiembre de hace 40 años. Sin el terremoto no se hubiera dado el neocardenismo de 1988 y sin éste no hubieran existido el PRD ni su derivación, Morena.
“Yo propongo a Andrés Manuel López Obrador como presidente del partido”, dijo el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas en el primer congreso nacional del PRD, en 1990. Yo lo escuché, pues ahí estaba. Los delegados rechazaron la propuesta y eligieron por aclamación al michoacano, pero con esa frase quedó el futuro inscrito en piedra. La Presidencia de la República sería algún día para el tabasqueño.
Sin el terremoto de 1985, no hubiera habido CEU, el movimiento estudiantil que se formó para rechazar las reformas a la UNAM que proponía el rector Jorge Carpizo. Sin el CEU seguramente no se hubiera dado a conocer una joven activista llamada Claudia Sheinbaum, quien supo vincularse con López Obrador.
Por eso, el 19 de septiembre de 1985 fue el día que el país cambió. Y también es el testimonio de que no hay gobierno ni movimiento político, que, por muy fuerte que parezca, no esté propenso a caer repentinamente. Porque así de caprichosa es la historia.
BUSCAPIÉS
*Una investigación seria sobre los dos casos de corrupción política que consumen el interés de la opinión pública —el patrocinio gubernamental de La Barredora y el contrabando de combustible— tendría que incluir un testimonio formal del senador Adán Augusto López Hernández; del almirante José Rafael Ojeda Durán, y del general Audomaro Martínez Zapata, exdirector del Centro Nacional de Inteligencia. Si no, estará incompleta.
*Sin la presencia de la oposición, con puros ponentes identificados con el oficialismo y con varias ausencias por parte de la comisión gubernamental se iniciaron las “consultas para la reforma electoral”. Parece que no camina la intención de hacer creer que éste va a ser un ejercicio incluyente. Qué diferencia con la reforma de 1977, que abrió la puerta a la participación política de muchos de los que hoy gobiernan, incluyendo a Pablo Gómez.
