Se atribuye al fallecido expresidente argentino Néstor Kirchner haber afirmado, en conversación con su correligionario Ramón Puerta —efímero mandatario interino del país a la caída de Fernando de la Rúa—, que a los políticos les convenía presentarse como de izquierda, pues esa posición ideológica “da fueros”.
Y es verdad, por lo menos en el contexto latinoamericano. En este subcontinente, a diferencia de otros lugares, un político que se atreve a decir que es de derecha corre el riesgo de ser marginado del reparto del poder.
A quien hace eso se le tacha de insensible, elitista, autoritario y varias cosas más, aunque a nivel mundial los países más igualitarios sean los que han adoptado políticas económicas de libre mercado y cuyas constituciones garantizan el libre juego electoral —es decir, la posibilidad de la alternancia en el gobierno— y la libertad de expresión, conceptos satanizados en el manual del buen izquierdista latinoamericano.
En esta parte del mundo incluso persiste la idea de que es válido tomar el poder por la fuerza en nombre del “pueblo” y que un gobierno surgido de la lucha armada está, por ese solo hecho, preocupado por la justicia social.
Es una engañifa que ha vendido por décadas el régimen surgido de la Revolución Cubana, que no ha dejado a su país sino miseria. Pero esas ideas siguen siendo reverenciadas por buena parte de los latinoamericanos. Y si no, basta ver el alboroto que se hizo con el retiro de las estatuas de Fidel Castro y el Che Guevara en la colonia Tabacalera.
Pero volviendo al consejo de Kirchner, la cleptocracia que por dos décadas se apoderó de Argentina entendió que había una manera de enriquecerse a costillas de los gobernados sin pagarlo con rechazo y hasta cosechando aplausos.
Bastaba desarrollar un discurso victimista, en el que unos grandes villanos —“los ricos”— fueran señalados de haber causado la miseria de los más, y mientras todos consumían esa narrativa maniquea y los académicos debatían sobre si tenía algo de verdad, los políticos autodenominados de izquierda podían cosechar las mieles del poder y amasar fortunas.
Los fueros a los que se refería Kirchner —quien heredó la Presidencia a su esposa, condenada a prisión domiciliaria por administración fraudulenta e inhabilitada de por vida—no consistían tanto en una inmunidad procesal como en un blindaje moral: usar la supuesta identidad con las causas del “pueblo” para protegerse de la crítica.
Esa estrategia discursiva recorrió América Latina y llegó hasta México. Hoy estamos viendo los resultados en los excesos faraónicos de muchos políticos del oficialismo, quienes, embobados con su riqueza instantánea, se solazan mostrando cuán profundos son sus bolsillos y todo lo que pueden comprar y los lugares exóticos a los que pueden viajar para pasar sus vacaciones.
Quizá porque nunca adquirieron refinamiento alguno o sólo porque se saben impunes, gustan de presumir en público relojes, zapatos y otras prendas de marca, carísimas, pensando que con ello van a adquirir la admiración de los demás, cuando que sólo logran engatusar a los ingenuos que creen que a ellos también algún día les va a hacer justicia la Transformación.
Si no diera fueros declararse de izquierda y hacer como que se representan los intereses del “pueblo”, sería imposible de entender que, en las más recientes encuestas sobre preferencia electoral, Morena supere por cuatro veces las intenciones de voto por el PAN y el PRI, pese a que ha venido desarrollando en su seno los mismos visos de corrupción que aquellos partidos, con funcionarios y legisladores que no tienen el menor temor de mostrar que tienen un nivel de vida muy superior al de sus ingresos.
Quién sabe cuánto dure el fenómeno, pues los argentinos ya entendieron que los políticos de izquierda pueden ser tan deshonestos como los de derecha —y quizá algún día concluyan que la confianza ciudadana no debe depositarse en los individuos sino en las instituciones y las leyes—, pero, tarde lo que tarde en aparecer esa toma de conciencia en México, el oficialismo predicará una cosa mientras sus integrantes más pícaros hacen todo lo contrario.