La designación de Pablo Gómez Álvarez al frente de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, anunciada el sábado por el gobierno federal, marca un hito preocupante en la historia de las reformas electorales en México.
Desde hace más de seis décadas, el camino hacia la democratización del país ha estado pavimentado por una serie de reformas que, de manera progresiva, abrieron espacios a la oposición, garantizando una mayor participación en el Legislativo y, en última instancia, fortaleciendo la competencia democrática.
Pretender ahora una reforma electoral sin una convocatoria real y efectiva a la oposición, rompe con una tradición de suma importancia. La ironía es palpable, pues Morena, cuyos orígenes se entrelazan con la lucha democrática y los movimientos de izquierda, se benefició enormemente de esas reformas electorales. En efecto: fueron esos procesos de apertura, logrados con la presión de la oposición y el consenso de diversas fuerzas políticas y ciudadanos, los que permitieron la alternancia en el poder y el ascenso de Morena a la Presidencia y a la mayoría legislativa.
Pero más allá de partidos recompensados, las reformas anteriores, desde los tiempos del sistema de partido hegemónico del PRI, fueron mecanismos para canalizar la pluralidad política, reconocer la diversidad de voces y, a la postre, construir instituciones que dieran certeza y legitimidad –dentro y fuera de México– a los procesos electorales.
El Instituto Federal Electoral, hoy INE, y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación son ejemplos de instituciones autónomas que surgieron de ese consenso y que han sido pilares de la transición democrática. La señal que se envía hoy es la de una reforma gestada desde el poder. Más aún, si consideramos cómo ha buscado el oficialismo someter a esas instituciones a su voluntad; cómo ha eliminado la mayoría de los órganos autónomos construidos en la transición, y cómo remodeló el Poder Judicial a su conveniencia, mediante un proceso electoral manipulado a golpe de acarreos y acordeones.
Habrá que esperar a conocer la integración completa de esta comisión. Si de verdad se busca un ejercicio serio y de trascendencia democrática, su composición deberá ir más allá de los personajes del oficialismo y sus compinches. La inclusión de académicos independientes, expertos electorales, representantes de la sociedad civil y, sobre todo, voces disidentes es indispensable para dotar de legitimidad y consenso a cualquier propuesta de reforma.
La designación de Pablo Gómez como presidente de esta comisión es un mal augurio. Si bien sus antecedentes como integrante del Movimiento Estudiantil de 1968 y su férrea oposición al sistema de partido hegemónico del PRI son innegables, su actuar desde la llegada de Morena al poder no ha sido el de un personaje identificado con el pluralismo democrático.
Al contrario, su gestión como titular de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda ha estado marcada por señalamientos de uso discrecional de la información y de la facultad de investigación para fines que, en la percepción pública y de la oposición, han sido de persecución política. Esa visión se ve reforzada por el hecho de que él ya había elaborado una propuesta de reforma electoral a petición del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, misma que generó críticas por su sentido regresivo y por no estar en sintonía con las necesidades de una democracia avanzada.
Imaginemos por un momento que a Charles-Henri Sanson le hubieran encargado redactar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; o a Lavrenti Beria, hacer la Perestroika.
La reforma electoral en México siempre ha sido un espacio de construcción de consensos y de apertura gradual del sistema. Que ahora, por primera vez en décadas, se conciba desde el oficialismo, sin la inclusión sustantiva de la oposición, y con un personaje que en su más reciente encargo ha sido visto como una herramienta política, es un retroceso preocupante para la democracia mexicana.