En tres días consecutivos fui en coche de Vallejo a la Doctores, y de ahí a Fray Servando y Santa Anita. Fui de Naucalpan al Río Consulado y luego a Santa Fe, o lo mejor fui al revés pero a estas alturas ya ni lo recuerdo. Fui de la calle de Tacuba al rumbo de Polanco, y luego fui al Canal de Miramontes y al infierno de Tlalpan, el purgatorio de Churubusco, la pesadilla de Universidad y de Gabriel Mancera y del Viaducto.
Un perro destripado. Unos tenis colgando de un cable. Basura, baches, topes, ruido de aviones, de motores, de claxon.
Ricardo Castillo escribió en 1984: “Para nosotros lo peor ha pasado / lo que le pase al mundo / solo será un escándalo que muy pocos podrán leer”. “Cómo pudo volverse el paraíso un hoyo negro”, se preguntó Herman Bellinghausen en 1992. “De pronto es la ciudad que nos persigue”, confirmó Carlos Santibáñez en un poema de 1993.
“De la tranquilidad no queda ahora / más que el nombre”, escribió Jaime Labastida en 1975. Manuel Illanes apuntó en 2016: “Solo hay espacio para el apuro / y su traje de ceniza”.
Illanes vio el asfalto sobre las antiguas chinampas, vio “asfalto y muerte en vez de la corriente antes pletórica de canoas”.
Escribía Homero Aridjis en 1990 que los antiguos ríos “hoy van mugiendo entubados, menguados, / pesados de aguas negras (…) avanzando a tumbos por la ciudad desflorada”.
“¡Oh, Ciudad de los Palacios, cargada de abandono!”, se quejó en 1936, Isaac Berliner. Cuatro décadas después, Rogelio Magallón la describió “anémica y huraña / bajo su cielo enfermo”.
Dijo Arturo Trejo Villafuerte, a las 4 de la mañana de un día de 1982, en pleno Eje Lázaro Cárdenas, que el regente Hank González “acabó con todo / menos con nuestra rabia”. A pie por la ciudad, Luigi Amara comprendió en 2010 que “la idea del bulevar ya fue arrollada por los ejes viales” y sintió el “peligro incesante y el terror / de estar aquí / en medio de la calle / que alguna vez fue tuya”.
Ramón López Velarde la soñó “dentro del más bien muerto de los mares muertos” y Elisa Díaz Castelo le hizo su epitafio:
“Y luego para siempre. Quedaron solo / la banqueta pelada y el asfalto”.
“Todo se va borrando, deformando, degradando”, escribió Isabel Fraire en 1997. Un año antes Julio Trujillo se había dolido de “la ausencia de horizonte en la ciudad, / su urgencia gris / y vagamente vertical”.
“Me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima”, dice el verso clásico de José Carlos Becerra, publicado en 1966. Héctor Manjarrez diría que a veces “hasta su majestad el sol parece un foco pelón de cien watts”. “Tiradero de Dios”, la llamó Miguel Pineda en un verso de 1994.
“Bajo el cielo de México se pudren todavía las aguas del Diluvio”, escribió en los sesentas José Emilio Pacheco. Tomás Segovia vio una noche cómo la ciudad enferma arrastraba a la noche por los charcos.
Adolfo Castañón caminó en 1998 por sus barrancas muertas, y le vio unos ojos de ciudad vacía. “Se acabó el tiempo”, dijo Ethel Krauze (era 1988), cuando “ya no había camellones en las tardes inacabables”.
Carlos Pellicer lloró la muerte de cuando México era otra ciudad: “La destrucción florece / negra de tanto mal. De todos modos / me pregunto el porqué de este desastre (…) Ya sé qué todo se perdió. / Que todo es nada”.
En “El reposo del fuego”, escribió Pacheco: “¿Qué se hicieron / tantos jardines, las embarcaciones / y los bosques, las flores y los prados? / Los mataron / para alzar su palacio los ladrones. / ¿Qué se hicieron los lagos, los canales / de la ciudad, sus ondas y rumores? / Los llenaron de mierda, los cubrieron para abrir paso a todos los carruajes / de los eternos amos de esta tierra”.
La ciudad “está viviendo su muerte de mil ojos”, dice el poema de Hugo Gutiérrez Vega.
En un insólito libro de más de mil páginas (“La ciudad de los poemas”), Claudia Kerik ha compilado el muestrario poético de una ciudad a la que, a partir de 1881, los poetas le han declarado su amor, su dolor, su pena, su odio o su nostalgia.
Más que como una selección de poemas, el libro de Kerik puede leerse como el mapa de la manera en que nos fuimos internando en esta ciudad caótica, rota y exhausta: tan abandonada y tan destruida que pareciera que hemos llegado al punto en el que todos los desastres descritos en 150 años terminan por pasar el mismo día.
Nunca llegamos. “Pero la calle sigue y hay que seguir la calle”.
Y, alfinal llega una señora Brugada colmada de yerros, frustaciones y rencores, con odio, para con la ex ciudad de los palacios.