Paola Gárate sabía que algo andaba mal. Primero, cuando la llamaron a la sede estatal del PRI en Sinaloa para una reunión urgente, apenas unas horas antes de la elección de junio de 2021. Segundo, porque cuando llegó allí había “gente rara”, policías, con actitud vigilante. Salió de allí, y poco después varias camionetas le cerraron el paso, le cubrieron la cabeza, la llevaron a varios lugares que parecían casas de seguridad.
Ella ha sido priista toda su vida. Su madre era de las fuerzas de base del partido; ha ejercido allí como diputada federal y local, regidora, aspirante a alcaldesa de Culiacán. Gárate conoce bien su distrito, sus barrios y a sus votantes. Y había hecho campaña en las calles en 2021, cuando aspiraba a ser diputada local. Las preferencias electorales mostraban que Morena ganaría muchos espacios nuevamente, como ocurrió en 2018, pero Gárate tenía posibilidades de conseguir su escaño para el PRI.
Una noche antes de la elección, pude confirmar con fuentes de Sinaloa y documentos, fue claro que las cosas ya estaban decididas. En Madrid, poco después del incidente, se presentó una solicitud de asesoría legal para pedir medidas cautelares ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por los hechos violentos en Sinaloa. Tuve acceso a ese documento. Y permite reconstruir qué pasó aquel día.
A Gárate la llevaron a un sitio donde había gente gritando, y muchas voces. Allí, aún con los ojos cubiertos, le habló alguien que parecía un jefe. Se disculpó “por las molestias”, le explicó que la elección ya estaba decidida, que la operación de esa noche era para asegurarse de restringir cualquier movimiento de operadores de otros partidos distintos a Morena. En esas mismas horas, habían secuestrado al secretario local de organización del PRI, y a más de otros 20 miembros y operadores del partido.
Ese domingo, Gárate perdió su elección. Pero continuó su carrera política. Dirigió el PRI estatal en los siguientes años, ha seguido denunciando la violencia en su estado. Ahora, como diputada local, Gárate ha dicho que “no se debe normalizar la violencia” y que “el miedo se ha convertido en una rutina”.
En Sinaloa, han muerto miles de personas en el último año, desde que comenzó una guerra dentro del cártel. Busqué a la diputada. Me dijo, como ha dicho en otros espacios: “Si tienes una narcoelección, como la tuvimos, vas a tener un narcogobierno”. Ahora, ella dice que en su trabajo legislativo busca que se conozca en el resto del país “lo que estamos viviendo en Sinaloa, de lo que se sabe en realidad muy poco”, me dijo.
Esta semana, México expulsó a 26 personas que estaban detenidas con cargos criminales, varios del Cártel de Sinaloa. Como sucedió hace meses con otros detenidos, no fueron extraditados sino solo “enviados”, mientras el gobierno mexicano aceptó que seguían delinquiendo, incluso dentro de las cárceles. Ninguno de los expulsados es un político. Y ninguno de ellos puede explicar, como lo haría alguien que detenta el poder, cuáles acuerdos permitieron llegar al gobierno a Rocha, a otros gobernadores, con un apoyo tan claro como el que conocí por los testimonios y documentos relativos a la elección de 2021.
He sabido por fuentes federales que existen indagatorias sobre Rocha, que no han seguido un curso legal. Por eso me parece valioso contar de nuevo lo que se vivió en Sinaloa en aquel momento y cómo eso explica, en parte, lo que está sucediendo allí hoy. Porque la justicia no debe llegar solo a los criminales, sino también a quienes les permiten seguir operando.