El obradorismo domina la vida pública y por ahora ni escándalos o defectos de su gestión ponen en riesgo esa hegemonía; parecen estar asimilando que no castigar las desviaciones, así sean graves, es mejor que enfrentar las consecuencias que acarrearía una purga.

Para mantener el control, ya lo han declarado, harán cuanto sea necesario. Coptar o amenazar, por ejemplo; también transar impunidad dando la espalda a eso que tanto prometieron: que todos seríamos iguales ante la ley.

La revolución bien vale reinventar la narrativa para que la realidad no estorbe; repartirse puestos y territorios, un pragmatismo llano, y declarar con cada vez menos disimulo que toda falla e incluso presuntos delitos son lo de menos, pues el fin resana los medios.

Así, el discurso de una nueva clase política de conducta austera, la oferta de que los despilfarros propios de los gobernantes de ayer quedarían ahí, en el pasado, y que la humildad les identificaría, ya fueron elevados a mandamientos meramente aspiracionales.

Desde la presidenta de la República hasta la líder formal del partido evangelizan con el precepto del ideal sin censurar verdaderamente y menos castigar, a quienes pisotean esa tierra prometida llamada honrada medianía.

Para que el contraste entre letanía y los dispendios no cause risa, Claudia Sheinbaum y Luisa María Alcalde habilitaron a los pecadores morenistas un limbo: si no son fondos del erario, si es con “su dinero”, el lujo no es pecado. Iban a ser franciscanos, terminaron trumpianos.

No es que tales lideresas crean que con eso se resuelve el problema de tener figuras con conductas lejanas a los principios. Es que si el subterfugio declarativo logra apagar el fuego antes de que incendie la casa, prefieren un más vale aquí cantinfleó, que un aquí avivó la crisis.

El ejercicio de gobierno erosiona las promesas. Si encima fueron cuasi mesiánicas, la realidad cobrará caro. Aunque también es cierto que Morena ha descubierto que la fórmula “políticas sociales-discurso vengativo-oposición infame” sigue arrojando réditos.

Así, el principal objetivo de Morena hoy es desprestigiar a los ya desprestigiados para que los menos posibles reparen en que su pragmatismo es demasiado parecido al de tiempos priistas. Aunque, eso sí, buena parte de la oposición se afana en ayudarles a distraer.

Al año siete del ejercicio del poder, que quedará cerrado con el primer informe de gobierno en una semana, y de no haber cambio de señal en los liderazgos parlamentarios, el obradorismo habrá sobrevivido a una gran crisis provocada desde el interior.

Si mantiene su puesto en el Senado, como todo indica que ocurrirá, Adán Augusto López Hernández será uno de los primeros ejemplos de cómo el movimiento guinda aprendió lo que el histórico PRI, que pueden despedazarse sin apenas hacerse daño.

Porque la familia obradorista, con pleitos y diferencias graves, ya posee la conciencia de que torcer la narrativa, administrar la repartición de cuotas y/o territorios, abrazar el pragmatismo y siempre culpar al pasado abona a su mayor aspiración: ser la nueva élite.

Ya es claro que Morena adolece de los mismos defectos que en su momento el PRI o el PAN al gobernar. También, que algunas de sus políticas públicas son prometedoras. Es un partido típico de México, con integrantes que muestran rápido el cobre y la ambición vulgar.

Lo que resta es la tensión entre un grupo con conciencia de que tienen que entregar resultados, y otro, me temo que abundante, que sólo quiere hacer de todo el tiempo que dure esto sus años de Hidalgo. Y acaso ambos bandos reñirán, mucho, pero sin reales ganas de ponerse en riesgo.

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