Todavía se recuerda el pleito entre Salvador Novo y el fotógrafo Rodrigo Moya, fallecido el miércoles pasado en la ciudad de Cuernavaca. A Novo, la editorial barcelonesa Destino, que a finales de los años 60 estaba publicando una colección de Guías sobre las grandes ciudades del mundo, le encargó un libro que documentara a la Ciudad de México..

Novo era entonces la gran vaca sagrada de la crónica en México. Decidió hacer la pintura de una ciudad “tan orgullosa de su noble pasado como empeñada en ejercer la misma grandeza en su presente”: una crónica que abarcara México desde el avión, que recorriera el Zócalo, la Catedral, el Palacio Nacional, las iglesias en general.

Que transitara por los grandes palacios virreinales, que atravesara Madero, Tacuba, la Avenida Juárez, la Alameda, el Palacio de Bellas Artes. Que se asomara a Chapultepec, al Paseo de la Reforma, al Museo de Antropología, al entonces flamante Tlatelolco y a la Ciudad Universitaria. Que dejara registro de Tlalpan, Churubusco, Coyoacán, San Ángel, el Pedregal, Mixcoac, Tacubaya, Azcapotzalco…

Se decidió que su compañero en esa aventura sería un joven fotógrafo al que Novo había dedicado un texto muy elogioso: Rodrigo Moya.

Novo soñaba con un conjunto de imágenes que ilustraran el pujante crecimiento de la ciudad moderna, “volcada sobre el valle, tendida entre los siglos”. Estuvo a punto de sufrir un infarto cuando tuvo entre las manos el trabajo de Moya.

Había desgarbados mirones atiborrando los monumentos de Reforma para ver el desfile del 16 de septiembre. Mujeres del pueblo sentadas junto a un perro flaco al lado de la Venus de la Alameda. Campesinos agobiados, esperando nada en un rincón de la urbe. Desocupados a los que la pobreza había uniformado, descansando en una banca.

Había globeros, vendedores de pan y vendedores de camote. Había pepenadores de basura posando su mugre junto a un costal. Había una anciana que vendía yerbas medicinales en la calle.

En el capítulo de Novo dedicado a los grandes palacios virreinales, la foto principal era una vecindad con tendederos, macetas y un hombre con el mandil que delataba su oficio.

Había un bolero y un organillero, y niños jugando con las palomas ante los miserables paseantes del jardín de San Fernando. Gente que no hacía nada, recargada en la fuente vacía de cuando el exconvento de Betlemitas era una vecindad.

“¡No quiero mugrosos en mi libro!”, rugió don Salvador, el cronista del esplendor de la ciudad, pero también el cronista oficial del progreso que los gobiernos de la revolución habían llevado a los mexicanos: el espléndido prosista que terminó sus días demasiado cercano al PRI y a los empresarios, a los ricos, la élite.

Moya, un fotógrafo que había conocido la ciudad y sus injusticias caminando, y que sacaba siempre a la calle dos cámaras, una para cumplir con los comisiones fotográficas que le encargaban en las revistas Siempre! SucesosHoy y Mañana, otra con la que retrataba lo que verdaderamente llamaba su atención, los barrios bajos, la desigualdad, la gente de la calle, mandó a Salvador Novo al diablo y logró que la editorial incluyera en el libro (México, 1968) las fotografías que el cronista había desechado.

No había manera de que la marginación, el mexicano postergado, no se colara en “la grandeza mexicana”. Moya hizo en aquel libro toda una declaración de principios: logró que la vida, la gente y sus contrastes, viajaran de polizonte en la última gran crónica de Novo.

Activo desde mediados de los años 50, Moya lo documentó todo, desde la vida en “el cinturón de óxido” que rodeaba la ciudad, hasta los movimientos sociales de los maestros, los ferrocarrileros, los médicos, los electricistas y los estudiantes. Algunas de las imágenes icónicas de la ciudad de esos años provienen de su lente: entre las más famosas está la de la tolvanera que sorprende a unas mujeres junto al Caballito, así como las alucinantes ventanas de los edificios de Tlatelolco.

En 1969, después de documentar la vida de México durante 13 o 14 años con poderes semejantes a los ejercidos por Héctor García y Nacho López, Moya guardó su cámara y no volvió a publicar una foto más. Hizo algo peor: destruyó, rayó, cortó y tiró a la basura miles de negativos que, de acuerdo con su criterio, carecían de mérito.

No sabremos nunca lo que se perdió, no sabremos de qué rostros, de qué rincones, de qué escenas hemos sido privados. Tenemos, sin embargo, uno de los acervos cruciales de la Ciudad de México en el siglo pasado y un libro que, a partir de dos miradas encontradas, terminó por volverse único.

NOTA: En la entrega de ayer afirmé por error que el operador de Sergio Carmona, Horacio García Rojas, fue subsecretario en el gobierno de Américo Villarreal: lo fue en realidad en el gobierno de Francisco García Cabeza de Vaca. Existe sin embargo una conexión entre García Rojas, Sergio Carmona, El Rey del Huachicol y Américo Villarreal, que abordaré en una entrega posterior.

Héctor de Mauleón

Héctor de Mauleón es escritor y periodista, fundador de los suplementos culturales Posdata y Confabulario, además de ex subdirector de Nexos. Con un estilo incisivo, se ha consolidado como uno de los columnistas más influyentes de México.

Your Email address will not be published.