Hasta donde me alcanza la memoria, tengo para mí que la lucha contra la corrupción en México siempre ha sido un espectáculo político.
Yo era niño cuando, en plena ceremonia por el natalicio de Benito Juárez, detuvieron a Eugenio Méndez Docurro, quien fungió como secretario de Comunicaciones en el sexenio de Luis Echeverría. El 5 de abril de 1978, dos semanas después de esa espectacular aprehensión, el veracruzano estaba en la calle; y olvidado el presunto desfalco que había cometido contra la empresa pública Intelsat. Los políticos de aquel tiempo decían que no era ésa la razón real de su caída, sino que había osado competir con José López Portillo —a la sazón Presidente de la República— por el amor de una mujer.
Como dice mi compañero de páginas José Elías Romero Apis, las campañas contra la corrupción en este país no escogen a sus víctimas por lo que hicieron sino por a quién se lo hicieron.
Y así pasaron la “gran polvareda”, como llamó José López Portillo, en sus memorias, a los procesos abiertos contra los colaboradores de su antecesor. Y la Renovación Moral, de Miguel de la Madrid. Y el Quinazo, de Carlos Salinas de Gortari. Y los cuentos de El Encanto, con Ernesto Zedillo. Y los “peces gordos”, de Vicente Fox. Y el Programa Nacional de Rendición de Cuentas, de Felipe Calderón. Y los gobernadores encarcelados por Enrique Peña Nieto. Y el pañuelito blanco de Andrés Manuel López Obrador.
En total, casi medio siglo de discursos, reivindicando la supremacía de la honestidad en el servicio público y el fin de la impunidad. Y todo, ¿para qué? La mayoría de los acusados de corrupción —a veces procesados pese a no haber causa justificada— salieron eventualmente de prisión sin cumplir su condena y sin devolver el dinero.
Desde el sexenio pasado, el ímpetu encarcelador amainó y se optó por decir que la corrupción había sucumbido ante el mantra de “no robar, no mentir y no traicionar al pueblo”.
Ya habían mostrado los encumbrados miembros del oficialismo cómo ha subido su nivel de vida de 2018 a la fecha, presumiendo prendas, aficiones y viajes que no podrían pagar con sus salarios. Pero ahora nos enteramos de que incluso los acérrimos enemigos, como son los panistas y los morenistas, se pueden unir para practicar el patrimonialismo.
Eso, a juzgar por las acusaciones salidas de Washington, de que dos empresarios mexicanos avecindados en Texas —entre ellos, Mario Ávila Lizárraga, excandidato del PAN a la gubernatura de Campeche— sobornaron a tres funcionarios de Pemex para obtener contratos de esa empresa pública. A reserva de conocer los nombres de estos últimos, los hechos habrían ocurrido en el sexenio de López Obrador, en el que se aseguró que la corrupción se había terminado.
Ayer, la presidenta Claudia Sheinbaum dijo que sería importante detener a Ávila, quien está prófugo, “porque es panista”. Pero está muy claro que la corrupción en México no tiene ideología, pues se da en todo el espectro.
Los corruptores habrían sido Ávila y el también empresario Alexandro Rovirosa, quien, además, tendría nexos con el crimen organizado. Pero falta conocer cómo se beneficiaron los funcionarios corrompidos, y ahí Morena no se puede hacer a un lado, pues ¿cómo es posible que Pemex le haya dado contratos a un panista y, peor aún, a un panista que fue alto directivo en esa misma empresa y salió de ella sancionado?
Además, la corrupción revelada por el Departamento de Justicia estadunidense en Petróleos Mexicanos no fue detectada previamente por las autoridades mexicanas. O porque no supieron o porque no quisieron. Nuevamente tuvo que venir de fuera la posibilidad de que se haga justicia en México. Y esta vez la Presidenta no dijo “presenten pruebas”, sino “vamos a preguntarle a Pemex” y que la FGR debe investigar las denuncias.
Han pasado los sexenios y las alternancias y la corrupción sigue ahí. Lo único que nos han recetado los políticos para acabar con ella son discursos.
Y sí, aunque a algunos les molesta que se diga, en eso todos son iguales.