Fue un discurso de campaña atractivo: se irían del poder los corruptos, los que se robaban el dinero público para darse lujos, y llegarían aquellos dispuestos a reflejar en su vida personal las carencias que tiene la mayoría de la gente.
El Jetta blanco de Andrés Manuel López Obrador era el símbolo de ese cambio. Nunca más, el despilfarro y la excentricidad. Los servidores públicos se colocarían al nivel del “pueblo” y actuarían como él.
Aparecieron entonces los videos de funcionarios comiendo en la oficina el contenido de un tupper. Los trajes y las corbatas cedieron su lugar a las guayaberas bordadas, y los vestidos y las blusas, a los huipiles.
La pobreza comenzó a ser exaltada y la riqueza, vilipendiada. La falta de estudios era una virtud, y tener un título de posgrado, una deshonestidad. Los privilegios fueron condenados a la hoguera y se decretó que todo mundo debía aprender a vivir con lo indispensable, incluso con un solo par de zapatos.
Pero ¿qué fue lo que pasó? Poco a poco, sigilosamente, comenzaron a reaparecer las camionetas machuchonas, tan criticadas, y las comilonas en los grandes restaurantes, que volvieron a ser habituales para la clase política. Para rematar, los relojes caros, las viviendas suntuosas y las vacaciones exóticas. Hace poco me encontré en la plaza Artz, en la zona del Pedregal, a un militar sosteniendo las bolsas de alguien que compraba en una de las exclusivas boutiques de ese centro comercial.
Muy pronto se apagó el discurso de la austeridad republicana. Para tratar de recuperar la congruencia, los mandos de Morena tuvieron que mutarlo para decir, como el senador Gerardo Fernández Noroña, que ser austero es “vivir dentro de tus posibilidades”, o que él viajaba en clase business porque se lo merecía pues trabajaba mucho (ni Rockefeller lo hubiera dicho así). O como exhortó la lideresa del partido del gobierno a sus compañeros del “movimiento”: si tienen, está bien, pero mejor ocúltenlo. O que lo que toca después unas “extenuantes jornadas de trabajo” es irse de vacaciones a Japón y gastarse 47 mil pesos en una cena, como hizo el hijo del caudillo.
El discurso de quienes exigieron a los demás vivir como pobres mientras ellos lo hacían como ricos ya se agotó. La puntilla la dio la casa de Fernández Noroña en Tepoztlán, una residencia de mil 200 metros cuadrados, con jardín y vista a las montañas, que el todavía presidente de la Cámara alta dice que está pagando a crédito, aunque ha evitado mencionar qué tasa de interés le están cobrando.
Los defensores de Fernández Noroña alegan que no es para tanto, que la casa no es ninguna mansión, sino un aposento de clase media. Veamos qué dice el Inegi: casi una tercera parte de los mexicanos no vive en casa propia; más de una quinta parte de las viviendas no está construida con materiales resistentes; una octava parte de ellas no tiene refrigerador; tres de cada cien tienen piso de tierra; dos de cada cien no disponen de excusado, y sólo la mitad tiene acceso a internet.
De acuerdo con la Sociedad Hipotecaria Federal, al primer trimestre de 2025, el precio promedio de una vivienda en México es de un millón 859 mil pesos, es decir, siete veces menos de lo que estaría pagando Fernández Noroña por la suya.
Qué fácil y qué rápido se deshizo el cuento de la austeridad republicana en el servicio público y el de la pobreza franciscana de los miembros encumbrados del oficialismo.
Ahora queda completamente claro que, para los acaudalados instantáneos de la nueva clase política, el problema no eran los privilegios sino que no los tuvieran ellos. ¿Que no puede haber gobierno rico con pueblo pobre? ¡Pero cómo no!
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*Que en nuestras fiscalías y agencias de seguridad e inteligencia no haya un solo dato sobre políticos, militares o policías involucrados con el narcotráfico —ni un agente de tránsito, vaya— no significa que no existan tales relaciones y, más bien, habla muy mal del trabajo que realizan dichas dependencias. Es evidente que no puede haber crimen organizado sin colusión con las autoridades.