¿Se necesita una reforma electoral? Quizá. ¿En los términos que plantea el obradorismo? Rotundamente no.

Para empezar, la reforma que se avecina no busca consensos ni pretende nutrirse de diagnósticos técnicos. A la oposición —la partidista y la ciudadana— no se le escuchará, aunque se finge brindarle atención. Basta con leer los estatutos de la propia comisión que organiza la reforma: “podrá invitar a representantes de dependencias, entidades, instituciones públicas o privadas de los tres órdenes de gobierno, organismos autónomos, academia y sociedad civil, quienes podrán participar con derecho a voz, pero sin voto”. Tanto “podrá” para terminar en un “ni se molesten”. En resumen: solo los integrantes del club oficial tendrán voto.

¿Democracia participativa? Sí, claro… en versión karaoke: tú cantas, pero la pista ya está grabada.
Todo comenzó con un mal enroque. Adiós Pablo Gómez en la UIF —un alivio, seamos francos—, y hola en este esperpento. Si de los antecedentes no se puede decir nada bueno, de los pronósticos menos. En la comisión aparecen nombres como Rosa Icela Rodríguez, José Merino, Ernestina Godoy, Lázaro Cárdenas, Jesús Ramírez y Arturo Zaldívar. Ninguno de ellos especialista en materia electoral. Todos, en cambio, leales al mandatario en turno… al menos mientras convenga.

¿Y Pablo Gómez? Quien estuvo en 1968 del lado correcto de la historia, hoy aplaude una comisión cerrada, monocolor, hecha a la medida del régimen. Ocho comisionados, obedientes y funcionales, ya controlan los órganos que solían custodiar nuestra democracia. No representan a nadie más que a sus jefes. No protegen el voto, ni garantizan la equidad. Fueron colocados para simular legalidad, nada más.

Lo fundamental: esta reforma no busca fortalecer el sistema electoral, ni los partidos, ni mucho menos a la ciudadanía. ¿Fomentar una cultura democrática más robusta? Por favor…

En México, las reformas electorales han respondido históricamente a las exigencias de la oposición. Se impulsaron para abrir espacios, no para cerrarlos. La de 2007, por ejemplo, nació del berrinche poselectoral de López Obrador, quien no aceptó su derrota frente a Calderón. Aquella reforma, paradójicamente, le permitió seguir compitiendo. Ésta, en cambio, se diseña para perpetuar a su movimiento en el poder. Sin disimulo. Sin pudor.
ex consejeros del IFE/INE y magistrados del TEPJF han pedido un diálogo real, incluyente, que derive en un consenso amplio para fortalecer el pluralismo, la autonomía y la equidad electoral. Pero no. El plan de Morena es otro: construir un nuevo PRI, con logotipo guinda y culto personalizado.

El INE, presidido por Guadalupe Taddei, ha sido cómplice silencioso: permitió la elección de jueces a modo, respaldó la reforma al Poder Judicial, ignoró delitos electorales y renunció a sus facultades. Ya ni siquiera sirve de tapete; ahora solo es escenografía. Se les dijo, pero no escucharon.

Y, por si fuera poco, se busca eliminar a los legisladores plurinominales. ¿La consecuencia? Un Congreso unipartidista, a la vieja usanza del PRI setentero, pero con menos estilo y más resentimiento. Sólo un sistema proporcional garantiza que todos los votos cuenten, y que la pluralidad llegue al Congreso. Pero eso ya no es prioridad.

¿Reducir recursos a los partidos? Suena bien. Pero lo urgente —lo verdaderamente urgente— es garantizar procesos limpios, sin violencia, sin robo de urnas, sin candidatos financiados por el narco o el crimen organizado. Sin equidad real, hablar de democracia es puro teatro.

¿Estamos ante el réquiem de la democracia mexicana? Posiblemente. El último clavo en el ataúd, ahora que el Poder Judicial también se ha entregado. Y es que el sistema electoral depende —aunque les pese— de la calidad democrática con la que se representa al ciudadano.

Pero si de eso se tratara, esta comisión nunca habría existido.

Verónica Malo Guzmán

Verónica Malo Guzmán es politóloga, consultora política y columnista de opinión. Miembro de International Women’s Forum, destaca por su análisis crítico y su experiencia en temas de política y sociedad.

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