“… a aquel que rehúsa el poder,
el poder lo destruye”.Octavio Paz, Posdata (1970)
Si hay un principio inscrito con sangre en nuestra historia es “Sufragio efectivo, no reelección”. Hoy su cumplimiento corre verdadero peligro.
Paradójicamente, el primero que lo enarboló fue Porfirio Díaz (Plan de la Noria, 1871) en protesta contra la tercera reelección de Juárez. Cuarenta años más tarde, Madero derrocaría a Díaz bajo el mismo lema. Cuando Obregón quiso reelegirse en 1928, pagó con su vida por el intento. Y cuando Calles insistió en ejercer una reelección disfrazada a través de los presidentes del maximato, topó con el límite impuesto por su hijo político, el hombre que (literalmente) le debía la vida pero que prefirió asumir el poder anteponiendo el interés de la nación a la lealtad personal: Lázaro Cárdenas.
El “Sufragio efectivo” atañe a la fuente del poder. La “No reelección” atañe al ejercicio y el límite del poder. Aunque el PRI burló el sufragio efectivo hasta las elecciones del año 2000, gracias a Cárdenas y a su ejemplo, la no reelección se cumplió cada seis años: el presidente que entra, de verdad entra; el que se va, de verdad se va.
Cárdenas tomó posesión en diciembre de 1934. Por dieciséis meses fue fortaleciendo su propia base militar y política hasta que en abril de 1936 tomó una decisión sin precedente: mandó a su jefe al exilio. No rompió con su partido, el PNR: consolidó al nuevo PRM, antecedente del PRI. Lo que Cárdenas sí hizo de manera resuelta fue llevar a la práctica su propia agenda, distinta y aun opuesta a la de Calles: abandonó las querellas religiosas y la obsesión por “apoderarse de la conciencia de la niñez” y se concentró en lo que de verdad le importaba, e importaba: la reforma agraria. Y ya nadie se engañaba: quien gobernaba era Cárdenas.
A partir de entonces, a pesar de las elecciones amañadas, en México no cabría jamás la reelección: ni directa, ni indirecta, ni disfrazada, ni postergada. Y para sellar la regla, el primero que la impuso a sí mismo fue el propio Cárdenas: tras la sucesión de 1940 renunció al “cardenato”.
El mecanismo que se creó no era democrático, pero al menos aseguraba la renovación. Y funcionó por el resto del siglo. Ningún presidente rehusó el poder. Y cuando algunos soñaron con la reelección, pagaron su intento con el ostracismo.
Tras las reformas políticas de Zedillo, aquella regla tácita se volvió innecesaria. Fox, Calderón y Peña gobernaron bien o mal, pero todo en el marco de un nuevo régimen democrático cuyo orden institucional y jurídico aseguraba la efectividad del voto y limitaba por sí mismo el poder presidencial, no se diga el expresidencial. El lema de Madero pareció plenamente reivindicado.
No fue así. Entre 2018 y 2024, el entonces presidente usó el poder absoluto para sacrificar el orden republicano de doscientos años, destruir el Estado de derecho, corromper la democracia y preparar un régimen transexenal de vocación totalitaria, sin precedente en nuestra historia.
Enfrentamos el riesgo de una regresión gigantesca: eliminar tanto el sufragio efectivo como la no reelección. Abramos los ojos. Potencialmente nos enfilamos a ser lo que nunca fuimos, ni con el PRI, ni con Calles, ni con Obregón, ni con Porfirio, ni con Santa Anna, ni con Iturbide, ni siquiera en tiempos virreinales: una monarquía absoluta hereditaria por la vía sanguínea. Ese desenlace es inadmisible.
A ese abismo podríamos precipitarnos de no preservarse el principio establecido por Cárdenas. ¿Lo comprende el actual gobierno? Sería mezquino no reconocer los avances en el combate a la delincuencia organizada, pero ese cambio supone asumir el poder presidencial ante el poder de la delincuencia, no ante el poder del expresidente. Asumir el poder supone encarar con realismo la gravísima situación por la que atraviesan muchos otros ámbitos que son del dominio público y donde la sombra del caudillo es evidente.
Rehusar el poder -como escribe Octavio Paz- es políticamente suicida. Ojalá quien debe asumirlo lo asuma. ¿Lo usaría para bien? No fue el caso de la aberrante “reforma judicial”, que hará imposible la vida judicial. ¿Alentará ahora leyes que censuren la libertad de expresión? ¿O leyes electorales que entreguen la nación a Morena, sepulten el pluralismo y la libre voluntad ciudadana? De ser así, la aquiescencia equivaldría a una reelección disfrazada. La presidencia se volvería una regencia.
Pero la sociedad civil y la historia -no quepa duda- se lo demandarían.