Es notable cómo la batida gubernamental contra grupos criminales (Tabasco, Sinaloa, Aguascalientes, Estado de México) provoca la disrupción política.

El líder senatorial Adán Augusto López quedó inutilizado en medio de la persecución federal contra uno de los suyos, el policía Hernán Bermúdez. El gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha, tiene intervenido el estado por el operativo que comanda Omar García Harfuch. Su gobierno depende de la mano de seguridad.

Las acciones contra el huachicol, fiscal y el de los piquetes, han desnudado las complicidades de autoridades locales y de agentes policiales. No han tocado las indagatorias a los financiamientos electorales pero es inequívoco que a ese cauce llegará el derrame. Los sucesos violentos en Veracruz o Guerrero exhiben las fallas de las gobernadoras morenistas. Ya no se diga de Tamaulipas.

Y es sintomático que lo que debiera convertirse en un cierre de filas alrededor de una estrategia gubernamental, transcurra entre un desfile de vanidades, el desentendimiento de líderes y un silencio que parece aislar a la acción gubernamental. Un desplante, un desafío contra la Presidenta.

No es disimulada la resistencia frente a la estrategia de Palacio Nacional. Convergen varias tendencias: la original, anclada en la CDMX, de no admitir a un personaje como Omar García Harfuch al frente de la encomienda principal del sexenio. Sigue viva en Morena la tendencia que impidió la candidatura de Harfuch a la Jefatura de Gobierno, bajo la divisa que representaba al Garcialunismo enquistado en el “movimiento”. De su éxito como estratega de la seguridad depende el relevo presidencial hacia el 2030. Su fracaso compromete a la 4T. Pero inevitablemente sus detractores dentro del “movimiento” lo ven como un potencial candidato a la Presidencia de la República que no comulga con los principios que dicen tener en el bloque oficial.

En segundo término aparecen los personajes políticos dañados directamente por la estrategia gubernamental de confrontación cuya complicidad e involucramiento les había dado una gran fuerza territorial y económica que tienen riesgo de perder.

Otros afectados, sin ser parte del “movimiento”, son los mandos de las Fuerzas Armadas que han resistido la redefinición de la política de seguridad de la 4T. La Marina y el Ejército se asumen como instituciones del Estado y no de un partido o bloque. Perduran independientemente del grupo en el gobierno en turno. Los secretarios de Seguridad van y vienen. Incluso el formato de esa dependencia y sus policías ha sido distintos en cada uno de los últimos seis sexenios. Esa tercera valla de desconfianza y reticencia es conocida. Demasiados reflectores para un secretario mientras los muertos los ponen los uniformados de las Fuerzas Armadas. Así fueron las quejas con Zedillo, con Fox, con Calderón, con Peña. AMLO lo contuvo. Ahora revive.

La remodelación de lo político o el redimensionamiento de la política está siendo determinado por la intensidad y profundidad de los golpes de seguridad. ¿Qué hacían los principales dirigentes del “movimiento” mientras el país ardía con huachicoleros desatados, extorsionadores asesinos, asaltantes impunes en carreteras, pobladores incendiando tiendas y camiones en apoyo a los narcos? Vacacionaban en Asia y Europa con ostentación, será una respuesta válida. Pero las postales de sus viajes son la nata del fenómeno.

Esos políticos no están involucrados o comprometidos con la estrategia de seguridad del gobierno. Toleran y ahora desafían. Ese es el principal fenómeno político de la disrupción causada por la estrategia de seguridad gubernamental: la desobediencia de una burocracia que supone transmitir los principios del “movimiento”. La desobediencia no tiene que ver solo con el desacato a los llamados morales de vivir como políticos en la justa medianía. Es algo más. El desprecio, la distancia, la minimización del poder de la Presidenta.

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