En cualquier otro país tal vez se habría levantado en este sitio un museo. En el nuestro solo existe una casa bastante deteriorada, poblada de ópticas, convertida en mercado de lentes y oculta por completo por el ambulantaje.

En esa casa de aire decimonónico, ubicada en Tacuba número 48, en el corazón del Centro Histórico, surgió una de las grandes leyendas románticas del siglo XIX mexicano.

Sobre la puerta, perdida entre toda suerte de objetos, colgados y en venta, apenas se adivina la placa que informa que en ese domicilio vivió, murió y escribió el Himno Nacional, el poeta Francisco González Bocanegra.

Adentro no hay espacio para imaginar nada. Gente que entra y sale. Vendedores que salen a Tacuba a atraer posibles compradores. Movimiento de bultos y cajas. Gritos en la calle y el ruido infernal de los autos, eternamente detenidos frente al semáforo de Bolívar.

A mediados de abril de 1861, el país estaba en llamas a resultas de la guerra entre liberales conservadores. Se venía la tempestad de la intervención extranjera. En los diarios capitalinos había poco espacio para otra cosa. El Siglo Diez y Nueve informaba que el general Miramón estaba refugiado en La Habana, se anunciaba la venta del convento de San Diego de Tacubaya, se daba cuenta del nombramiento del general Zaragoza como ministro de la Guerra y se anunciaba también que a Martín Carrera se le iba a dispensar el pago de contribuciones, debido a los daños que el alojamiento de tropas del Supremo Gobierno había causado en una de sus casas.

Al gran diario liberal le pasó por alto la muerte por tifoidea del joven González Bocanegra, muerto en esa casa a los 37 años de edad.

El otro gran decano de la prensa, El Monitor Republicanodedicó al fallecimiento del poeta, 13 de abril ese año, una breve nota: “Ha fallecido en esta capital el señor don Francisco González Bocanegra, después de una corta enfermedad. Era uno de los jóvenes poetas que mejores esperanzas ofrecía para el porvenir. Algunas de sus composiciones eran muy elogiadas; y su primer drama fue bastante aplaudido en el teatro. Era un joven de muy finos modales, de buen trato, y de bastante instrucción, que por circunstancias que nunca comprendimos se afilió en un partido al cual nunca debió pertenecer. Deja una viuda y algunos hijos de muy tierna edad, a quienes pedimos al cielo, consuele en su inmenso dolor”.

Extrañamente, no hay referencia a González Bocanegra como autor del Himno.

En abril de 1853, Antonio López de Santa Anna regresó de su exilio en Sudamérica para asumir el que sería su último gobierno. México se hallaba en bancarrota económica y moral tras la invasión norteamericana de 1847 y la pérdida de la mitad de su territorio. En círculos intelectuales y políticos crecía la noción de que todo se había perdido a falta de unidad nacional ante el conflicto.

Viejo zorro de la política, Santa Anna comprendió que para lograr ese propósito hacía falta un himno que llamara a la unión y encendiera la sangre ante el recuerdo de la mutilación, de la afrenta recién recibida.

Había por lo menos cinco intentos fallidos de dotar al país de un himno. Tal vez hacía falta la herida de la guerra para que el resorte oculto se activara. En noviembre del 53 Santa Anna hizo publicar en el Diario Oficial la convocatoria que llamaba a crear “un canto verdaderamente patriótico”.

El bisnieto de González Bocanegra fue el primero en difundir aquella leyenda: que la convocatoria cayó en manos de Guadalupe González del Pino, novia de González; que éste no tenía interés alguno en participar en el certamen y que ella lo encerró en una habitación en la que había mesa, papel y tinta y le prohibió salir hasta que le entregara un himno. Que el poeta escribió “Mexicanos al grito de guerra…” y se aventó de corrido las diez estrofas que luego deslizó debajo de la puerta.

El 3 de febrero de 1854, “los mayores poetas de México”, Manuel Carpio, José Joaquín Pesado y José Bernardo Couto, informaron que se habían presentado 25 propuestas y que el himno premiado era el de González Bocanegra.

El himno se estrenó el 15 de septiembre de ese año, con música de Jaime Nunó, en el hoy desaparecido Teatro Nacional –demolido en 1900 para extender hacia la Alameda la calle 5 de Mayo.

¿A quién no le hubiera gustado estar presente cuando la soprano Claudia Fiorentini y el tenor Lorenzo Salvi entonaron por primera vez aquellas estrofas: el grito de combate en un país deshecho? Las crónicas cuentan que la función terminó con el público llorando de pie y el recinto sacudido “por vítores, gritos, aplausos”.

Con ese himno había llegado el fin de la era de Santa Anna: el día del estreno, la revolución de Ayutla vomitaba fuego.

El poeta no cobró jamás los 500 pesos del premio. Ese año, sin embargo, se casó con Guadalupe González del Pino y más adelante obtuvo, como única recompensa, la dirección del Diario Oficial.

La casa en la que murió aparece en los registros públicos a nombre de su suegra. Esa es toda la evidencia histórica que conecta a González Bocanegra con Tacuba 48.

Como lo demuestra la casi total ausencia de obituarios en la prensa de la época, al Himno le llevó tiempo enraizar, acompañar el clima anímico, los momentos culminantes, “las grandes horas de la Patria”. Pero toda esa exaltación, si la leyenda es cierta, comenzó aquí, en el número 48 de la calle de Tacuba, hoy cercado por los gritos de los vendedores de lentes, por la contaminación visual, por la hilera de coches que gruñen y pitan en la calle más antigua de América, ocultando una de las grandes leyendas de la muy noble y muy leal, la que alguna vez fue La Ciudad de los Palacios.

Héctor de Mauleón

Héctor de Mauleón es escritor y periodista, fundador de los suplementos culturales Posdata y Confabulario, además de ex subdirector de Nexos. Con un estilo incisivo, se ha consolidado como uno de los columnistas más influyentes de México.

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