Los especialistas en política y seguridad sostienen que muchas veces, al intentar frenar una acción peligrosa para que no ocurra, se pueden generar, inadvertidamente, las condiciones para que ocurra lo que uno ha estado esforzándose en que no sucediera.

Es verdad que, como dicen en el gobierno federal, muchos de los capítulos que están incluidos en la Ley de Telecomunicaciones y en la de Seguridad, las llamadas Ley Censura y Ley Espía, están reguladas de la misma forma en países democráticos. También es verdad que varios de los puntos incluidos, sobre todo en la ley de seguridad, son propuestas que vienen desde el gobierno de Felipe Calderón (y a las que, en su momento, se opusieron, injustificadamente, hombres y mujeres de la izquierda). La primera vez que se intentó emitir un documento nacional de identidad fue durante el gobierno de Miguel de la Madrid, el PSUM se opuso terminantemente.

Ayer leía un muy interesante y buen artículo del investigador Carlos Pérez Ricart, titulado “¿Seguridad o derechos?”, y decía, con acierto, que es una contradicción que los instrumentos que son necesarios para garantizar la seguridad, sean, al mismo tiempo, reclamados como una vulneración de derechos.

Siempre ha sido ése el gran debate en los temas de seguridad: cuanto mayores son los desafíos, son necesarias medidas más específicas que, en muchas ocasiones, disminuyen o pueden vulnerar derechos individuales, sobre todo relativos a la privacidad. La pregunta es sencilla: ¿queremos tener instrumentos que permitan la geolocalización de unos secuestradores o preferimos que se proteja completamente la privacidad de nuestros movimientos? Para la mayoría de las democracias del mundo, desde los atentados del 11S el debate ha quedado prácticamente cancelado.

El tema es que el debate no tendría que estar en la seguridad versus los derechos, sino en cómo se aseguran los mejores instrumentos de seguridad del Estado, garantizando, al mismo tiempo, los derechos. Y eso se logra no sólo con la autocontención de las instituciones estatales, sino también con los mecanismos de control sobre ellas. Todas las democracias del mundo tienen organismos de fiscalización de recursos y movimientos de capitales, pero no recuerdo a ningún mandatario de esos países exhibiendo públicamente los ingresos fiscales de sus ciudadanos —algo que, incluso con nuestras leyes, es considerado un delito— sólo porque resultan ser sus críticos. Esas instituciones y esas leyes están y sirven para combatir delitos, no para desprestigiar medios, periodistas, rivales políticos, empresarios. Y muchas son autónomas para garantizar, precisamente, ese control.

Peor aun cuando existe tanta incontinencia verbal y política. Claro que en México se espía, antes y ahora; por supuesto que hay escuchas telefónicas ilegales; que se censura y presiona (el caso de Héctor de Mauleón y el gobierno de Tamaulipas es para un capítulo de la historia universal de la infamia), pero la diferencia es que ahora hay personajes que lo hacen en forma sistemática y con el beneplácito de las autoridades. Está bien que la Presidenta diga que no está de acuerdo con la Ley Censura de Puebla o con la condena a no poder ejercer su oficio durante dos años (algo que no está ni siquiera contemplado en las leyes) en Campeche a un periodista, pero de poco sirve si esas leyes siguen vigentes y las amenazas y demandas legales continúan su curso.

No creo que estemos, como también ha escrito Ciro Gómez Leyva, en las puertas de una dictadura. Una dictadura es otra cosa, y quien la haya vivido lo sabe. Estamos ante un cambio de régimen que ni el propio régimen sabe a dónde irá a parar porque se está encerrando en un círculo que, a su vez, alimenta otro que lo está encerrando a él. Pero este nuevo régimen emergido del plan C de López Obrador es cada vez más autoritario e intervencionista en todos los ámbitos, desde la justicia hasta la vida pública.

En el terreno de la seguridad, las reformas aprobadas son necesarias y útiles. El debate es sobre quién controlará las instituciones, porque los organismos autónomos han desaparecido, el Congreso se ha transformado en una oficialía de partes del Ejecutivo, el Judicial va en camino de convertirse en algo parecido o, por lo menos, eso es lo que se espera (y ahí está Lenia Batres para demostrarlo día con día).

La manipulación de la verdad alimenta esos temores. Por ejemplo, están circulando en redes, con el típico sistema de nado sincronizado de los bots y blogueros que se manejan desde las oficinas de Jesús Ramírez, las fotos de la zona donde se estaba construyendo el Nuevo Aeropuerto Internacional en Texcoco, mostrándolo totalmente inundado y diciendo que eso hubiera sucedido si se hubiera continuado con las obras del aeropuerto.

Es una burda mentira. Esa zona está inundada porque López Obrador ordenó públicamente en su momento inundarla para sepultar las obras del aeropuerto, y me imagino que para que no resucitara la idea de construirlo en el único lugar idóneo para hacerlo en el área metropolitana.

Las obras del NAIM, diseñado por el más reconocido arquitecto mundial, Norman Foster, cuando fueron suspendidas por López Obrador en 2018, tenían ya terminadas las obras hidráulicas subterráneas que le daban operatividad y en las que se habían invertido dos años de esfuerzos y recursos y que, precisamente, como ocurre en otros aeropuertos del mundo, impedirían que se inundara, incluso cuando se construyen en parte sobre el agua, como el de Hong Kong, diseñado también por Foster. Lo ridículo es que todo eso se destruyó, se ordenó inundarlo y el aeropuerto que no se construyó se seguirá pagando hasta dentro de, por lo menos, una década más. Todo por un capricho presidencial.

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez es periodista y analista, conductor de Todo Personal en ADN40. Escribe la columna Razones en Excélsior y participa en Confidencial de Heraldo Radio, ofreciendo un enfoque profundo sobre política y seguridad.

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