Las monedas de veinte centavos eran las más codiciadas para los agentes gubernamentales del espionaje hace 50 años. Tenían que pasar reportes inmediatos de sus husmeos. Lo hacían desde un teléfono público cuya llamada de tres minutos de duración costaba un veinte.

También se pinchaban los teléfonos. El espionaje político perseguía sobre todo a los socios del régimen. En 1995 Reforma publicó la transcripción de algunas llamadas telefónicas que sostuvo tres años antes el entonces jefe de Oficina de la Presidencia de la República, José Córdoba, con distintos personajes incluido el propio presidente Carlos Salinas e incluso contactos con grupos criminales.

El espionaje gubernamental es más cruel con los suyos. No respeta jerarquías. En todos los regímenes.

También, siempre ha existido un espionaje paralelo al del Estado. Lo usan mercenarios y lo venden como chantaje. A Lorenzo Córdova, cuando era presidente del INE, un grupo privado le interceptó una llamada telefónica donde hacía mofa de un dirigente indígena. (Esa escucha ilegal ahora ha sido consagrada como hecho histórico en los libros de texto de la SEP).

Las herramientas se diversifican y mejoran. En el ámbito privado “legal”, empresas de internet y comercio electrónico poseen redes de conocimiento de hábitos, gustos, disgustos, vicios e ilegalidades de millones de personas que modelan la conducta y las reacciones, los consumos y las aficiones. Esas corren sin limitantes e incluso con estímulos públicos. Todos abren sus puertas y su corazón al algoritmo y hasta pagan por ello. De eso, no hay queja sino gozo.

La polémica generada alrededor de las aprobaciones de varias leyes que formalizan el empoderamiento institucional para controlar comunicaciones públicas y privadas, reestructurar el sistema de seguridad y reforzar el poder militar revitalizó la polarización política y se ahogó en la impotencia. Las leyes fueron aprobadas.

Muchos de los críticos fueron en el pasado promotores de modelos parecidos pero, estando en el gobierno, no lograron consumarlos.

En el gobierno de la 4T algunos funcionarios actuales fueron partícipes de los esfuerzos malogrados del pasado, empezando por Omar García Harfuch o gobernadores ahora “regenerados”. Otros padecieron el espionaje, la persecución derivada de la intervención de sus comunicaciones. Esa amalgama se convirtió en ardiente defensora de las poderosas facultades de seguridad del régimen.

Las reformas legales recién aprobadas atienden específicamente la configuración del andamiaje para la persecución de delitos, principalmente del crimen organizado. También significan una convergencia con las exigencias y formas de operación de agencias estadounidenses que exigen resultados a México en el combate delictivo.

Con esas facultades y ese poderío no habría pretextos para cazar capos, fulminar al huachicol, retomar el control de territorios en poder del crimen y devolver la paz al país. Muchas intenciones parecidas se han ahogado en el mar de la impunidad.

Los policías espías inevitablemente derivan en delincuentes. La Dirección Federal de Seguridad de hace medio siglo derivó en el semillero de los cárteles modernos del narcotráfico. Genaro García Luna es otro ejemplo. Hoy en día, el espionaje al crimen es, al final, el vistazo a financiadores esenciales de la actividad política. Saber sus secretos es un atractivo negocio de control y poder.

Los analistas Thomas Favennec y Luis Amador lo definen: “sin reglas claras para la recopilación, uso y protección de la información, el análisis criminal puede operar en zonas grises (como sucede actualmente en múltiples investigaciones), o incluso fuera del marco legal, poniendo en riesgo tanto la eficacia de la justicia como el debido proceso” (“Más datos, más poder: potencialidades y desafíos de la nueva ley de inteligencia en México”. Nexos. 4/07/2025).

Los controles deben ser institucionales y son ciudadanos. Construirlos debe ser un empeño común.

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